jueves, 25 de octubre de 2018

ARMANDO NORMAND, "EL MONSTRUO DE PUTUMAYO". Autor: Antonio Rodríguez Martín

Sección "El Encanto"


Hace ya muchos años—en la década de los 70—vino a caer en mis manos, por pura casualidad, un libro de confección bastante rústica, que refrescó mi memoria en cuanto a sucesos ocurridos a caballo entre el siglo XIX y XX, en remotas regiones de la Amazonía peruana.

En la entrada de una modesta imprenta, instalada en el zaguán de una vieja casa de la Lima colonial, vi el libro al que me refiero, colocado en una polvorienta vitrina: Su título “El Proceso del Putumayo”, cuyo autor, el juez Carlos A.Valcárcel, instruyó en 1908 una causa penal contra el empresario cauchero Julio César Arana del Águila y varios de sus empleados, tras conocerse la denuncia presentada ante los tribunales de Iquitos, por parte del periodista Benjamín Saldaña, director de La Felpa y La Sanción de Iquitos, sobre unos terribles sucesos que venían ocurriendo en las remotas selvas del río Putumayo, en la frontera con Colombia.  Allí, miles de aborígenes estaban siendo víctimas de la vesania de muchos capataces y empleados de la firma cauchera Amazon Peruvian Co. de capital anglo-peruanocuyo principal accionista era el citado Julio César Arana.
Mi interés en adquirir el libro fue tanto mayor, al leer en las primeras paginas unas palabras escritas de puño y letra por el propio juez, donde denunciaba las presiones a que se había visto sometido, y su temor a ser asesinado, por lo que tuvo que huir a Brasil. Lamentablemente, dicho libro ya no se halla en mis manos; tuve la debilidad de prestarlo a un amigo, que supongo olvidó devolvérmelo.
El gerente de la Chopera, Juan Tizón (centro) con algunos de sus empleados



Julio César Arana, el rey del caucho
Yo conocía aquellos acontecimientos desde que tenía unos 20 años, tras haber leído la obra del colombiano José Eustasio Rivera, La Vorágine. Luego, llegado al Perú, a comienzo de 1961, había leído a lo largo de los años diversos artículos sobre tal asunto, pero sin darle mayor importancia, pues sucesos trágicos había tantos por contar en la historia del Continente desde su descubrimiento, siendo el del Putumayo, a fin de cuentas, uno más.
Sin embargo, los acontecimientos se inscribían en una época muy cercana—solo unas seis décadas la separaban del momento en que leí el informe del juez Valcárcel--que fue terrible para los aborígenes de la Amazonía: la época de la explotación del caucho (nombre genérico dado a diversas especies de gomas elásticas; los omaguas llamaban al caucho “el árbol que llora”), con sus heroicidades y sus miserias. No sólo ciudadanos de todos los países fronterizos y de otros del Continente, sino de muchas de las naciones europeas, habían contribuido a esos años de terror.

Por supuesto, esas prácticas inhumanas no fueron perpetradas únicamente por la Casa Arana, sino también por gran parte de las caucherías existentes en la Amazonía, tanto peruanas, colombianas, bolivianas o brasileñas. Sin embargo, la magnitud y la crueldad de los crímenes llevados a cabo por los responsables de las barracas del Putumayoni las fieras serían capaces de esos actos—alcanzaron cotas inimaginables, lo que provocó la indignación internacional cuando el escándalo estalló, dado que Arana tenía respetables socios ingleses y la Amazon Peruvian Co. estaba inscrita en los registros mercantiles de Londres.

Haré un inciso para conocer la figura del principal actorEl cauchero peruano Julio César Arana, considerado por muchos un sádico asesino, un genocida—aunque probablemente el no mató a nadie con sus propias manos, si que parecen no existir dudas en cuanto a que conocía, y toleró, muchas de las atrocidades cometidas--; para otros, un hombre hecho a sí mismo, un auténtico self made man al puro estilo estadounidense, un empresario de éxito y un gran patriota, gracias a cuyo esfuerzo una parte del territorio patrio se había salvado de las garras colombianas; además, algo también que los envidiosos no podían tolerar: que Julio César Arana, un don nadie, un provinciano de modesto origen, se había convertido en uno de los hombres más ricos de Sudamérica.
Nacido en la localidad de Rioja, en el valle del alto Mayo, en la ceja de montaña, pertenecía a una familia de origen hispano, pero con más de unas gotas de sangre indígena en sus venas. El escritor colombiano José Eustasio Rivera lo trata mal al describirlo, tal vez motivado por la enemistad existente entonces con su país, por el dominio de aquellas regiones de imprecisas fronteras. Lo llama “gordo y abotargado, pechudo como una hembra y amarillento como la envidia”. Sin embargo, en las fotos de la época que existen de Arana, éste tiene un aspecto normal, de color atezado, como la mayoría de los suramericanos, y algo grueso. No hay que olvidar tampoco que Arana había logrado desalojar por todos los medios a los caucheros colombianos que habían llegado antes, como los pastusos—gentilicio de los naturales de Pasto--Larrañaga y Vega, entre otros, apoderándose de sus caucherías, incluso por la fuerzaCuando murió su ex socio, Juan Larrañaga, cundió el rumor de que había sido envenenado.
Julio César Arana con Miguel Loaysa, agente
de la sección "El Encanto"

De adolescente, Julio Cesar ayudaba a su padre en la confección y venta de sombreros de toquilla, esos sombreros famosos hechos con la fibra de una palmera llamada toquilla, más conocidos como “de Panamá”, aunque en realidad se fabricaban y se siguen haciendo en la ciudad ecuatoriana de Jipijapa, nombre que también se aplicaba al sombrero. No obstante, en Perú se confeccionan esos mismos sombreros, tanto en Rioja como en Celedín.

Sin embargo, la ambición de Julio César le exigía algo más, así que pasó a convertirse en “regatón”; es decir (en el lenguaje coloquial de la región)alguien que se trasladaba a través de los ríos en un barquichuelo, vendiendo a caucheros y colonos misérrimos toda clase de mercancías—escopetas, hachas, alcohol, ropa y zapatos, cuchillos y tijeras, etc-- a cambio de bolas de goma, pieles y otros productos selváticos, sin duda de forma abusiva, lo que le proporcionaba importantes ganancias. El caucho lo vendía luego en Iquitos o Manaos a las compañías exportadoras.
Indios esclavos aherrojados en una cauchería

Austero, muy inteligente y decidido, con una absoluta falta de escrúpulos, con el tiempo fue adquiriendo una pequeña fortuna y se asoció con caucheros colombianos, que terminaron vendiéndoles sus cauchales y otras propiedades, incluso convirtiéndose en sus empleados. Luego, creó la Amazon Company y, con gran habilidad, se asoció con empresarios ingleses. Hay que añadir que, al ser nativo de la región y modesto comerciante fluvial, conocía a fondo la idiosincrasia de sus paisanos.

Pero un personaje terrorífico que estuvo a su servicio es, en realidad, el tema de este artículo, por la dimensión de sus locura homicida, propio de un auténtico monstruo, actos que casi no caben en una mente normal: me refiero a Armando Normand, paradigma de la maldad, un boliviano de padre anglo-peruano, al parecer también con un oscuro pasado, y madre boliviana, nacido en Cochabamba hacia 1880 con estudios en Inglaterra, un infame incalificable individuoresponsable de una de las explotaciones caucheras de la Casa Arana, la estación de Matanzas (luego llamada Andoques), en el río Putumayo, cuyos actos delictivos provocan al mismo tiempo horror y fascinación. No es que sus otros compinches, Miguel Loayza, Fidel Velarde, Arístides Rodríguez, Andrés O’Donell, Alfredo Montt, Elías Martinegui (otro auténtico monstruo como Normand) por nombrar algunos, o el judío Barchilón, socio de Aranaetc, no cometieran actos terribles y repugnantes contra los indios, con miles de muertos, pero lo de Normand fue más allá de lo concebible, a tenor de lo que se supo posteriormente.
Ante el escándalo suscitado en Europa por las noticias que llegaban del Putumayo, el diplomático Roger Casement fue enviado por el gobierno británico para averiguar la verdad sobre los alarmantes sucesos que venían ocurriendo en aquellos parajes, al margen de la ley y del orden, toda vez que en ellos se veían involucrada una compañía con accionistas británicos y domiciliada en Londres. Casement venía preparado, pues había conocido in situ y denunciado parecidas atrocidades, cometidas pocos años antes en el Congo Belga, cuando estuvo allí destinado como cónsul.

Cuando conoció a Normand, Casement lo describe en su diario “como uno de esos judíos de mala pinta del East End londinense, al que no puedo soportar, ni pasar una hora más a su lado”. “Es un auténtico monstruo, capaz de cometer cualquier crimen”, acota. No se conservan fotografías de Normand, pero un periodista que acompañó al cónsul a visitarlo en la cárcel, lo describe como “una figura delgada y activa. Sus facciones eran bien definidas y resueltas, sus ojos brillantes e inteligentes, y sus maneras intrépidas y a la vez corteses”.
Hay que disponer de un vocabulario muy extenso para encontrar los calificativos que
definan a semejante individuo. Cientos de crímenes salieron a la luz, cuando se conocieron los horrores cometidos por él y sus colegas. Arrebataba sus mujeres e hijas a los nativos para su serrallo particular y, si no le satisfacían, las entregaba a sus secuaces o las hacía desaparecer; también las hacía abortar, ya que consideraba degradante tener hijos con ellas; flagelaba a los hombres a su antojo, por pura diversión; los obligaba a entregar una cantidad tal de caucho que los infelices, enfermos y muertos de hambre, eran incapaces de colectar, tras pasar meses en la profundidad de la selva, sangrando los árboles. Ello les acarreaba, en virtud del estado de ánimo de Normand, matarlos con sus propias manos a tiros, machetazos o latigazoscolgarlos de un árbol de las manos  o de luna viga del techo de su barraca, mutilar sus manos, narices u orejas, golpear las cabezas de los niños hasta saltarles los sesos y arrojar sus restos a los perros ---tenía uno especialmente adiestrado para morder a los indios---Otros eran enterrados vivos hasta el cuello, para que las hormigas y los gallinazos lo picotearan hasta morir, o puestos en el cepo a pleno sol, con el cuerpo lleno de úlceras donde proliferaban los gusanosa otros se les envolvía en un saco de yute, mojado con queroseno, y se les prendía fuego; así, convertidos en antorchas humanas, corrían hacía el cercano río donde morían entre gritos desgarradores o abatidos por la carabina de Normand. Auténticas orgías de terror y de muerte. Muchos tenían mejor suerte: perecían en el bosque víctimas de las mordeduras de las serpientes o de los jaguares, abatidos por  la malaria o el beriberi o, simplemente, la desesperación los llevaba al suicidio.
Claro que Normand no se manchaba siempre las manos; para ello—como los otros jefes de sección-- tenía sus “hombres de confianza”, la mayoría negros traídos de Barbados, tan crueles y desalmados como su amosa los que los indios huitotos llamaban con sorna “perros de monte”. También algunos de estos “muchachos de confianza” eran indios puros, que carecían de la menor compasión hacía sus hermanos de raza, muchas veces porque eran miembros de alguna tribu enemiga.
Todos temían a Normand, pues en cualquier momento ellos también podían ser víctimas de la ferocidad de su patrón. Estos “muchachos” eran más odiados por los indios que los blancos y mestizos, y los perseguían a muerte. Como burla, Normand les ponía nombres de personajes ilustres de los Estados Unidos: Washington, Roosevelt, Lincoln, Edison, o de cantantes de ópera, tan de moda entonces, y que para poder disfrutar de sus voces, los barones del caucho construyeron lujosos teatros en Manaos e Iquitos (el Alhambra) y los contrataban, pagándoles espléndidamente.
Durante el juicio que se celebró en Iquitos, Daniel Francis, uno de los esbirros barbadenses de Normand, reconoció que “ayudó a éste a cometer muchos crímenes, pues él creía que los indios eran propiedad de la compañía y, por tanto, se les podía matar impunemente. Incluso-agregó- se organizaban cacerías de seres humanos para obtener esclavoscon el beneplácito delos directivos de la Casa Arana”; al fin y al cabo, a los propietarios solo les interesaba el dinero. Los afectados por estas atrocidades eran los huitotos, boras, ocainas, omaguas,andoques, resigaros, muinanes, etc. algunos aún caníbales, cuyas tribus fueron prácticamente exterminadas.
Otro testigo relató alguna de estas escenas: “ Mientras Normand almorzaba, sus “hombres de confianza”, negros barbadenses, azotaban en su presencia a los infelices aborígenes, cuya sangre salpicaba los platos en la mesa, entre el alborozo del monstruo del Putumayo”.
Por su parte, un testigo colombiano, Ismael Portillo, un hombre blanco, declaró que había visto a Normand quemar a un indio vivo, encadenado previamente. Precisó que el mismo Normand empapó al indio con querosene y le prendió fuego, diciendo Normand al declarante y a otras personas que presenciaron el acto: “vean, así hay que acabar con estos indios que nos quieren matar”.
Debemos tener en cuenta, sin queremos comprender, aunque sea someramente, tales increíbles hechos, que los indios eran vistos entonces, en todos los países del continente, como una rémora para la civilización. Debido a las dificultades que el impenetrable territorio oponía a la penetración, y la resistencia feroz de los “chunchos”que mataban sin compasión a todo el que se adentraba en sus dominiosañadido ello a sus incursiones destructoras contra las caucherías,las misiones y los poblados, el rapto de mujeres y niños (en muchas ocasiones para darse un festín gastronómico), el odio hacía el salvaje no tenía límite. Era un animal más, mejor muerto que vivo. Como dice un autor, “El hombre, en perpetuo contacto con esa naturaleza salvaje, llega a ser tan salvaje como ella, y lejos de las sanciones morales y sociales, cede al imperio de sus pasiones”.
Además, las máximas autoridades gubernamentales tampoco estaban muy interesadas en ponercotlas exaccionede tantos aventureros, dadque se encontrabamiles de kilómetros de donde ocurrían los hechos, separados por la imponente cordillera; además, muchos de los gobernantes y políticos eran partícipes en los beneficios que la explotación de los recursos amazónicos representaba. No solo el caucho, sino las maderas preciosas, la cascarilla (o quina), el oro de los lavaderos, la coca, etc.
Por referirme unicamente al Perú, a los largo de los ríos que conforman la cuenca del alto Amazonas, el Ucayali, el Yávari, el Tambo, el Ene, el Perené, el Pachitea o en el Madre de Dios y sus afluentes, existían caucherías donde la vida no sólo de los chunchos, sino incluso de los empleados blancos o mestizos no valía prácticamente nada. También ellos—incluidosmuchos extranjeros—perdieron sus vidas porque no cumplieron con las expectativas de los barones del caucho, o porque intentaron denunciar las atrocidades que allí ocurrían. Un signo de fracaso, miseria y maldición les perseguía, los aniquilaba, desesperados por pasarse meses y años en la soledad de la florestaacechados por los salvajes y sus dardos envenenadosel abuso del alcohol, el constante zumbido al atardecer de nubes de feroces mosquitos, las serpientes e insectos venenosos, el hedor de las aguas estancadas y putrefactas, hervidero de enfermedades, la poco variada alimentación, las fiebres y la frecuente ingestión de quinina y sus consecuenciassin dejar de lado la lluvia constante y monótona y, a su alrededor, agua y lodo contra el muro verde de la espesura; a pesar de disponer de un harén de jovencitas impúberes, productos de las razías que aquellos desalmados llevaban a cabo contra las malocas (chozas comunales indígenas)Acechados por la muerte, los más débiles de carácter terminaban por pegarse un tiro, maldiciendo el momento en que, en busca de la quimera, abandonaron el hogar familiar, quizá allá en un lejano lugar de Europa.
Cuando llegó el momento del juicio, se supo que Armando Normand había huido de sus captores, pintándose el cuerpo como un chuncho y uniéndose a un baile en una maloca. Lo poco que sabe de él, a partir de 1911, se resume en pocas líneas. Conforme su propio testimonio, desde la estación de Matanzas se dirigió a “Manaos, Buenos Aires, Valparaíso, y de allí a Antofagasta”, donde durante dos años se dedicó a vender sombreros de Panamá. Luego regresó a su nativa Cochabamba, donde, a pesar de haberse enterado de que estaba reclamado por el Perú, se dedicó a “comprar y vender caballos chilenos”. En algún momento de 1913 fue detenido por las autoridades bolivianas y extraditado al Perú, para ser finalmente encarcelado enen Iquitos.
Según el juez Rómulo Paredes, que sustituyó a Válcarcel, Normand llegó a la capital amazónica después de un viaje más o menos cómodo, cargado de cartas de recomendación para las autoridades, cartas rubricadas por respetables personajes de la política, del ejército, de la banca y de la magistratura. Y no duró mucho su confinamiento, ya que escapó con otros esbirros de Arana hacia el Brasil. Allí se perdió por completo su rastro y jamás se volvió a saber nada de él. Así eran esos tiempos en la Zona.
En cuanto a Arana, tras los juicios en Londres e Iquitos, la disolución de la Amazon Co. y el derrumbe de los precios del caucho, aún logró ser senador por Iquitos, pero finalmente terminó arruinado y murió casi en la miseria en Lima, en 1952, obligado a vivir en una modestisima casa de un barrio casi marginal de Magdalena del Mar. Él, que había tenido mansiones en el centro de Londres y Ginebra y casa de veraneo en Biarritz, y cuyas hijas, educadas en los mejores colegios europeos hablaban francés e inglés...