BREVE RELATO DE LA
AZOROSA VIDA DE ENRIQUE IV “EL IMPOTENTE”
En Valladolid, en la Casa de las Aldabas, el 25 de enero de 1.425 nacía don Enrique, hijo legítimo de Juan II de Castilla y de María de Aragón. A la muerte de su padre, acaecida en 1.454,
se convertiría en Rey de Castilla,
reinando como Enrique IV y pasó a la
historia con el sobrenombre de “El Impotente”. Fue el primer Príncipe de
Asturias.
¿Era en realidad impotente o simplemente homosexual? ¿Fue Enrique IV un
buen rey? ¿Y si le juzgamos sencillamente como persona, era tan caprichoso y
débil como decían sus detractores? ¿O fue
quizás un rey magnánimo, como
defendían sus fieles? ¿Era un pusilánime
o es que odiaba la guerra? ¿No podría
también haber sido apodado “El Pacificador”? ¿Qué hubiera pasado si esta
situación se hubiera producido en la actualidad? Creo que de este breve
relato de su historia podremos
sacar cada uno nuestras propias conclusiones.
Para hablar de la vida y reinado
de Enrique IV, parece oportuno que iniciemos el relato, haciendo la presentación de dos de los personajes que
tanto influyeron no sólo
en la vida y decisiones del
rey, sino también en la propia historia
de España, como veremos más adelante.
Uno de estos caballeros era Juan Pacheco, de origen portugués, que nació en 1.419, o sea que era seis años mayor que Enrique IV. Llegó a la Corte de
la mano de Don Álvaro de Luna y entró
como mozo de la servidumbre del príncipe
cuando aún era un niño. Obviamente se estableció entre ellos una fuerte
amistad, y Pacheco, hombre inteligente, valeroso, astuto y de fuerte carácter,
además de muy ambicioso, poco esfuerzo
tuvo que hacer para dominar la frágil voluntad del rey y pronto se convirtió en su valido favorito, nombrándole marqués de Villena. Fue cabeza del linaje más rico
y poderoso de Castilla, Influyó en la política castellana en la que hizo
de árbitro frecuentemente, apoyando alternativamente a los nobles o al monarca,
según conviniera a sus intereses. Algunos historiadores le consideran artífice
del Tratado de los Toros de Guisando, que reconocía a la infanta Isabel como futura Reina de Castilla, la que posteriormente sería Isabel “La
Católica”. Curiosamente don Juan Pacheco y don Enrique fallecieron en el mismo año, en 1.474, a la edad de 55 y
49 años respectivamente.
Obviamented
El otro caballero, don Beltrán de
la Cueva, era un gallardo hidalgo, atractivo y valeroso, por el que el rey
sentía una especial predilección. Siendo muy joven ya ocupaba cargos
importantes en la corte castellana y en 1.460 fue nombrado valido del rey cuando
apenas tendría unos veinte años (no se
conoce con exactitud su fecha de nacimiento, aunque se cree que nació en 1.440).
Cuatro años después, es decir, en 1.464 Enrique IV le concede el Mayorazgo de
Santiago, pero los nobles se alzaron contra el rey y en 1.465 se vio obligado a desposeerle de sus derechos sobre la Orden, aunque fue compensado con un Ducado.
Se decía
que don Beltrán estaba amancebado con la reina, cuyas relaciones hasta podrían estar propiciadas y consentidas
por el mismísimo rey. Se le atribuyó la paternidad de Juana de Castilla y,
supuestamente, de Enrique IV, por ello la llamaban “La Beltraneja”. De la Cueva
contrajo matrimonio con la hija menor del
Marqués de Santillana, con lo que
pasó a formar parte de la
poderosa e influyente familia de los Mendoza, llegando a ostentar los títulos
de Duque de Alburquerque y Conde de Ledesma. En 1.468 se retiró a sus dominios,
de donde salió para servir a los Reyes Católicos en sus luchas por la sucesión
al trono de Castilla y en la guerra
contra el moro en Granada.
Volvamos a Enrique IV. En
1.440 se casa con Blanca II de Navarra, hija de Blanca I de Castilla y de Juan II de Aragón.
Ambos eran unos imberbes de sólo quince años y la unión duró hasta 1.453 porque el matrimonio
no llegó a consumarse y fue anulado por el papa Nicolás V alegándose “una supuesta impotencia”. Desde entonces el rey es conocido como
Enrique IV “El Impotente”.
Don Enrique alegó que durante más de tres años
había intentado consumar su matrimonio, sin conseguirlo. Alonso de Palencia,
cronista de la época, escribió que el matrimonio era una farsa y acusaba a don
Enrique de homosexual. También acusó de homosexual a su padre, Juan II de Castilla, y de
adúltera a su madre, María de Aragón.
Enrique IV, Rey de Castilla y
León, hermanastro de Isabel “La Católica”
fue el antepenúltimo miembro de la Dinastía de los Trastámara. Considerado por sus enemigos como un rey pusilánime y para sus amigos,
un rey magnánimo. Su padre, Juan II de Castilla, fue un monarca débil entregado en manos de sus validos, y su hijo
que heredó su falta de carácter y que además tenía otras debilidades, de las que
más adelante hablaremos, no sólo
mantuvo la misma política de su padre sino que la acentuó, lo cual influyó en las rivalidades nobiliarias, que culminaría
en una guerra civil por la sucesión de la Corona de Castilla.
Cuando se convirtió en rey, en el
año 1.454, sus primeros pasos fueron la renovación de la alianza con Francia,
la paz con el reino de Navarra y un
acuerdo con el de Aragón. Estaba claro que lo suyo no era la guerra sino
la paz, pero no eran tiempos de paz sino de guerra. Organizó varias
expediciones a Granada, intervino en las guerras de Navarra al lado del
príncipe de Viana y en la guerra civil catalana, por lo que fue nombrado Conde de Barcelona.
En 1.457 contrae nuevas nupcias con la princesa Juana, hermana del Rey de Portugal. Ella contaba sólo diecisiete años y él treinta
y dos. Cuando la futura reina salió de Portugal venía
acompañada de 12 “dueñas” (mujeres servidoras y
de compañía). La mayoría de ellas andaban entre los quince y diecisiete
años, salvo Mencía de Lemos y Guiomar de
Castro, que rondaban los veintitantos. A todas ellas Enrique IV en las
capitulaciones matrimoniales prometió
hacer lo posible por casarlas con nobles castellanos.
A las puertas de Badajoz, un
séquito de doscientos caballeros, precedido del pendón real de Castilla y León,
salió al encuentro de la futura reina. Un noble de muy buena presencia se
adelantó y le dijo: “Señora, soy el Duque de Medina Sidonia y he venido a
guiaros hasta vuestro destino por orden del rey”.
La boda se celebró en los Reales
Alcázares, de Sevilla, oficiada por el Arzobispo de la ciudad. Los festejos, agasajos y corridas de toros se prolongaron durante tres días. En el torneo que se organizó para
la ocasión se enfrentaron dos apuestos
caballeros, uno de ellos, un joven, atractivo
y gallardo, que apenas había alcanzado los 18 años, era Beltrán de la cueva; el otro caballero,
que ya contaba con 36 años, era Juan
Pacheco, Marqués de Villena.
A pesar del arrojo
de Beltrán de la Cueva, que con
el tiempo se convertiría en un gran jinete e intrépido guerrero, su bisoñez e inexperiencia poco pudieron hacer frente
a un no menos valeroso Pacheco curtido en mil batallas y que le doblaba la
edad. Beltrán fue descabalgado y cayó de bruces en el suelo. Ambos ya venían
rivalizando por obtener los mayores
favores del rey, el cual sentía una
especial predilección por el joven De la Cueva y mandó a un vasallo a que se interesara por él
y preguntar si se encontraba bien el vencido. Desde antes ya existía una enconada rivalidad, que ambos siempre
mantuvieron por ganar los favores del rey.
Fue en este escenario en el que
el obispo de Calahorra y futuro cardenal, D. Pedro González de Mendoza, Consejero del Rey, conoce a Doña Mencía de Lemos, en cuya compañía parece estar muy a gusto y
pronto establece con ella una amena conversación. Don Pedro no es precisamente
una belleza, pero sí es un hombre de
gran inteligencia, , cultivado y diplomático, y no le fue difícil embaucar con su oratoria a Doña Mencía, que
quedó prendada de él y locamente
enamorada. No tardaron mucho en convertirse en amantes y fruto de esa unión
nacieron dos hijos varones. Don Pedro pertenecía a la noble y poderosa familia de los Mendoza, cuyo jefe era
su hermano mayor, el Marqués de
Santillana, enemigo acérrimo del astuto Marqués de Villena, con el que
rivaliza por conseguir una mayor cuota
de influencia sobre Enrique IV, siempre, tanto uno
como otro, teniendo como objetivo
prioritario su propio enriquecimiento.
Cuando anocheció, los reyes se
retiraron a sus aposentos mientras la fiesta continuaba. Los más allegados,
siguiendo una vieja tradición castellana, debían dormir cerca de los
desposados. Por petición expresa de la
reina, doña Mencía permaneció junto a la estancia, sobre un jergón en el suelo, advirtiéndole que andase atenta a los sonidos acompasados. Y esto es
lo que contó la tal Mencía: “Cerré los ojos pero no los oídos, y os aseguro que
ningún ruido acompasado escuché. El silencio sólo se rompía con el crujir de la
ropa de la cama cuando los reyes se movían”.
El rey abandonó la estancia por
una puerta para su uso exclusivo, que daba a un oscuro y angosto
corredor escondido. Mencía vistió a la reina mientras observaba la cama. No
había ni el más mínimo rastro de sangre sobre la sábana. Se abrazaron y la
reina comenzó a llorar. En este luctuoso momento sonaron unos golpes en la
puerta y doña Juana, temblorosa y alarmada dijo “¿Cómo vamos a eludir esa
absurda costumbre de mostrar la sábana manchada de sangre?. Es lo primero que
querrán ver”. Los golpes en la puerta insistían. La fiel Mencía, no lo pensó
dos veces y decidida cogió una copa que
estrelló sobre el suelo y con un trozo de vidrio se hizo un corte en el muslo,
restregando su sangre por la sábana. Con esta falsa maniobra quedaba salvada la
virilidad del rey. Pero la pobre reina, muy afligida y con lágrimas en los ojos, repetía una y otra
vez “¿os dais cuenta Mencía? Nunca podré tener hijos. A mis diecisiete años me
veo virgen hasta la muerte”. Después de 5 años de casada seguía sin
descendencia y previsiblemente sin haber consumado su matrimonio con el rey.
Ahora se arrepentía de no haber hecho caso a los rumores que corrían también en
Portugal sobre la virilidad del rey de Castilla y León, pero ya era tarde.
Maestre Samaya, un médico
judío que conocía un método de
fecundación alternativo al natural, envió una carta al rey en la que le hablaba
de esta técnica y le decía literalmente: “Pongo mi cabeza en que la reina
quedará embarazada”. Enrique IV, que lo único que pretendía era tener
descendencia, cree haber encontrado la solución a su problema y
acepta la oferta. La reina se vio obligada a someterse a tan villana
vejación y llegado el día más fértil señalado por Samaya para que la operación fuese exitosa, Juana ya estaba
preparada para tal fin, pero en ese
momento el rey estaba ausente y no
aparecía por ninguna parte; si no llegaba antes de dos horas todo habría sido inútil. Doña Mencía recurrió a uno de los moros que el monarca tenía a su servicio y que era el único que
sabía su paradero. Como la ocasión lo
exigía salieron raudos hacia la judería, que era el lugar elegido por el rey para sus frecuentes escapadas, pues le
gustaba rodearse de villanos y gentes de mal vivir. En una oscura habitación de un maloliente
cuchitril, cercano a una diminuta plazuela, semidesnudo y tumbado sobre una larga mesa a modo de catre, se encontraba don Enrique, y
a su lado el cuerpo desnudo de su
“acompañante” se enroscaba, sin ningún
pudor ni recato, en torno al del rey. En
su relato, doña Mencía no aclara si ese cuerpo desnudo correspondía al de un hombre o al de una mujer, posiblemente por prudencia o tal
vez porque la oscuridad se lo impidió.
Si durante trece años no fue capaz de tener relación sexual alguna
con su primera esposa y todo indica que tampoco las tuvo con doña
Juana, y que en su noche de bodas con una hermosa criatura, virgen y con apenas
diecisiete años ocurrió lo que ya han oído, parece razonable preguntarse si
Enrique IV era en realidad impotente o simplemente homosexual, y todo indica que el cuerpo desnudo de esa persona
correspondía a un varón.
El tiempo apremiaba y no era momento de mostrarse azarada ante tan bochornoso espectáculo. Doña
Mencía se sobrepuso al duro golpe y
dirigiéndose al rey le dijo: “Señor, es menester que vengáis
raudos al alcázar. El maestre Samaya asegura que la temperatura de la reina es
la idónea y si os rezagáis cambiará y veremos todas nuestras esperanzas
frustradas”.
El rey se incorporó no de muy
buena gana y le dijo a doña Mencía mientras ésta le ponía los zapatos: “Quiera Dios que esta
vez sea la definitiva. Si resulta fallida será necesario pedir ayuda a otro
hombre para que cumpla por mí “. Un escalofrío recorrió el cuerpo de Mencía
cuando escucho tal barbaridad de boca del propio rey. Tuvo que contenerse
porque no había tiempo que perder y porque sería una osadía enfrentarse al
monarca.
Llegados a la clausura del
lugar en el que se iba a realizar
el acto, el rey se echó sobre una cama
junto a la de la reina, que yacía desnuda de medio cuerpo. El médico la examinó y de una cajita forrada de
terciopelo extrajo con sumo cuidado una
cánula de oro y con exquisita delicadeza se la introdujo en sus vergüenzas.
Mientras uno de los ayudantes del judío masajeaba al rey y cuando acabó de ser
ordeñado recogió en una copa su simiente, que el médico judío iba depositando
cuidadosamente en la vagina de la
reina a través de la cánula.
Después de varios intentos, en
esta ocasión quedó preñada la reina.
¡Por fin don Enrique tendría un descendiente!. Se lo comunicó a doña Mencía, que fue la primera en saberlo, para que le diese la
buena nueva al rey, que como de
costumbre, estaba cazando cuando no andaba liado con sus tan peculiares
amistades. A veces también iba a la guerra, pero él no era ni se consideraba un
guerrero. Podría haber sido el padre de la célebre frase “haz la paz y no la
guerra”.
Cuando doña Mencía llegó junto al
rey, le dijo: “Señor traigo noticias, pero como creo que el negocio es de suma
importancia me gustaría testimoniárselas en privado”. El rey reparó en los allí
reunidos, don Beltrán, el marqués de Villena, el marqués de Santillana y don
Alfonso, su hermano menor, hijo del segundo matrimonio de su padre, Juan II de
Castilla, y por lo tanto heredero a la corona en tanto doña Juana no tuviera
descendencia.
Todos me son fieles y nada les
escondo. Con el ejemplo se predica, dijo solemnemente don Enrique. Doña Mencía
dudó un instante porque no confiaba en la lealtad de algunos de los presentes,
sobre todo de Villena. Tomó la mano del
rey y con una reverencia le comunicó: “Dios por fin os ha regalado a vos y a vuestro
reino el hijo que ansiabais y necesitabais”.
El 22 de abril del año 1.462 en
la entonces pequeña villa de Madrid, la soberana daba felizmente a luz a una hermosa niña rubia de ojos claros,
a la que pusieron el mismo nombre de su
madre, Juana, y cuya paternidad
atribuían a D. Beltrán de la Cueva, que gozaba no sólo de un especial
afecto del rey sino ya también de la propia reina, por lo que era conocida y así pasó a la
historia como Juana “La Beltraneja”.
No se sabe a ciencia cierta cuál
es la verdadera paternidad de doña Juana de Castilla, Princesa de Asturias, y hay muchas dudas al respecto. Sí conviene
aclarar que su madre, Juana de Portugal
era muy morena como también lo era D. Beltrán: y sin embargo “La Beltraneja” tenía la piel muy blanca, el pelo rubio y los ojos claros y garzos como
Enrique IV. Según doña Mencía, era el vivo retrato de Don Enrique. ¿Funcionó el
artilugio del galeno judío o fue otro”
artilugio”, el de D. Beltrán, el que
obró el milagro?
Dos meses después de su
nacimiento, el rey mandó a los caballeros y a los procuradores reunidos en
Cortes, que la jurasen como su hija primogénita y que le mostrasen la obediencia y fidelidad que se acostumbra a
dar a los primogénitos de los reyes. Nadie dudó en cumplir el juramento, incluso hubo una cierta rivalidad
entre toledanos, burgaleses y segovianos por ser los primeros en jurar. Los primeros en reconocer a “La Beltraneja” fueron su tíos Alfonso e Isabel, hijos del segundo matrimonio de Isabel de
Portugal con Juan II de Castilla, padre de Enrique IV, que contaban entonces 9 y 11 años respectivamente.
Acabada la ceremonia, se formaron
varios grupos de caballeros que conversaban entre sí, posiblemente comentando algo sobre la masculinidad del rey y sus dudas sobre la
paternidad de Juana. Uno de los nobles,
al parecer algo beodo, a viva voz
y sin ningún recato decía : “Estoy seguro de que nadie bajaría a recoger
la virilidad del rey si la viese arrojada en la calle”
Se produjo un silencio sepulcral
entre los comensales, todos oyeron el
insulto, salvo el agraviado, que ni se inmutó. Por supuesto que lo oyó igual
que el resto de los allí presente, pero a
él parecía no importarle. En ese instante estaba muy pendiente de Guiomar, con la que la reina se
encaró y pidió a su esposo que desapareciera esa desagradecida de la Corte. No
era la primera vez que la soberana se lo pedía,
pero sí fue la última. Esa misma noche
la abandonó para siempre, aunque con el tratamiento de
señora y con una buena renta.
La actitud de la reina obedecía a
que frecuentemente se veía al rey en
compañía de Guiomar y corrían rumores de que era su barragana. Pronto se hartó de ella y fue
sustituida por Catalina de Guzmán. El ya citado cronista, Alonso de Palencia,
le reconocía otras dos “amantes”, Catalina de Sandoval y Beatriz de Vergara. Pero
¿qué haría don Enrique con esas mujeres? ¿Cuál sería la intención del rey? ¿darle celos a la reina? (no tendría sentido),
¿simular su virilidad? (tampoco parece lógico a juzgar por su actitud). Yo
diría, y esto no es más que mi propia
opinión, que la razón de esas supuestas amantes era la de empujar a la reina a que tuviese
relaciones adúlteras con otro hombre
para que hiciera por él lo que él no era capaz de hacer: preñarla y que le
diera el tan anhelado heredero varón. Tanto lo deseaba que unos años después convenció a su esposa para que
nuevamente se sometiera a las prácticas humillantes de Maestre Samaya.
No parece muy descabellada la
opinión que me he atrevido a dar a juzgar por lo que el rey manifestó a su
esposa a raíz de la anterior discusión
con Guiomar: “Mi señora- dijo el monarca sin inmutarse- vuestro temple mejoraría
si os preocupaseis más por vuestros
asuntos de cama que por los míos”, y
volviéndose hacia el primero de los caballeros que tenía a mano, añadió: “Holgar con él o con cualquier otro
os calmará el ánimo. Así nos privaréis de escenas tan dramáticas”. Dio la
casualidad de que el caballero al que se dirigió el rey era don Beltrán. ¿Fue
verdaderamente casual o hubo por su parte una malévola intencionalidad?
Meses después de aquella
escena la reina accedió a los deseos del
rey, de someterse nuevamente a las
degradantes prácticas de Samaya. Después de varios intentos se logró un
segundo embarazo, que causó una
desbordante alegría a los reyes,
especialmente a don Enrique. No se sabe
si el artífice fue la mano docta de
Samaya u otro tipo de miembro que, al
parecer, don Beltrán tenía siempre
a disposición de la reina. Lamentablemente,
un inesperado accidente domestico la hizo abortar cuando ya había alcanzado el sexto mes de embarazo. La
ilusión que los soberanos habían puesto en ese vástago se convirtió,
de la noche a la mañana, en una
verdadera tragedia y sumió a la reina en
una profunda depresión. Don Enrique, que
se encontraba en Alfaro intentando apaciguar las trifulcas con el reino de
Aragón (como siempre buscando la paz)
regresó precipitadamente y se
encontró con una mujer demacrada, triste
y deshecha. Visiblemente afligido se
arrodilló junto al lecho y
delicadamente besó su mano. La reina, con débil voz casi imperceptible, le confesó: “Era un
varón, Enrique. No quisisteis que os acompañara a Aragón por seguridad y mirad
lo que ha pasado”. El desconsuelo de ambos era indescriptible.
Esta desgracia unió a los reyes
en su adversidad y se les veía más junto que nunca. Era la mejor forma de
consolarse mutuamente. Después de unos días
de descanso se dirigieron a Madrid, donde estaba previsto que se formalizaría el proceso de paz con Aragón,
propiciado por don Enrique y que dejó en manos del marqués de Villena. Pero todo era una trampa urdida por Villena, había preparaado un plan para detener a la familia real. El Conde de
Paredes se encargaría de prender al rey y
de degollar a don Beltrán para arrebatarle el maestrazgo de Santiago; y los condes de
Alba y de Plasencia apresarían a la reina y a la princesa.
Quiso la fortuna que don Beltrán,
que no se fiaba de Villena y al que ya
había sustituido como favorito del rey, se enterara de la
conspiración y previno a la guardia del rey, que logró
apresar a los involucrados en el
complot, logrando abortar el plan del traidor Villena.
Cuando todo se había calmado, don Enrique salió del aposento a donde lo
llevo Beltrán para protegerlo y, dirigiéndose a Villena, sólo le recriminó su
actitud, espetándole que si le parecía bien lo que hacía como si aquello
hubiera sido un simulacro o una simple
broma. El astuto de Villena no paraba de
lisonjearle, a la vez que le
mostraba arrepentimiento y
solicitaba el castigo que bien merecía.
El rey, que muchos defectos tendría, pero indudablemente era muy noble y
no precisamente por su realeza sino por su propia personalidad, le dejo marchar sin imponerle castigo alguno.
Y por si fuera poco, también aceptó sin
resquemores, una vista con los condes de Plasencia y el de Benavente para hacer las paces.
Don Beltrán no lo podía creer. Estaba claro
que era un hombre de paz, más amigo de la palabra que de la fuerza. Gobernaba a una manada de lobos hambrientos como si fuera un rebaño
de corderos, a los que él, como buen pastor, siempre disculpaba y
perdonaba. ¿No había, pues, sobradas razones para que también hubiese pasado a la historia con el
sobrenombre de “El Magnánimo” o “El Pacificador?
Después de que fracasara un nuevo
intento de acuerdo, el Marqués de
Santillana se había ofrecido como rehén y puesto después en libertad para que informara a don Enrique de las condiciones de sus
enemigos. El rey, que ya no se fía de Villena,
tenía dispuesta la guardia en el patio de armas del Alcázar, preparada con sus
leales para su defensa en caso de
emboscada. A la mañana siguiente el fiel Santillana llegaba a caballo y, jadeante, le comunicó la alarmante noticia: “unos mil cien rocines se agolpan cercando vuestra
posición. No hay escapatoria, rodeados como estamos por los cuatro puntos
cardinales a unas ocho leguas de distancia”, y añadió: eso no es todo, el Almirante Don
Fabrique alzó pendones en Valladolid a favor de don Alfonso, vuestro hermano.
¿Qué es lo que quieren?,
inquirió el rey pesaroso.
Se quejan –repuso Santillana- de
vuestra actitud para con los moros. Dicen que os rodeáis de ellos y que es
inconcebible que algunos de éstos formen parte de vuestra guardia
personal. Sostienen que este
proceder es una clara ofensa a la
religión católica.
¿Es eso todo?
El Marqués prosiguió: “En segundo
lugar dicen que dais los corregimientos a personas incapaces y desmoralizadas,
y que nombrasteis a don Beltrán maestre de Santiago, siendo consciente que así
perjudicabais a vuestro hermano, el infante. Y se atreven a aventurar que en
perjuicio de vuestros hermanos nos habéis obligados a todos a jurar como
sucesora a doña Juana”.
Vaya absurdo, es mi hija ¿Qué es
lo que pretenden? ¿Qué insinúan?.
El Marqués se sintió incomodo
ante tal pregunta y no quería proseguir, pero la inquisidora
mirada del rey le obligó y, sin atreverse a mirar al monarca, le
respondió:
“Aseguran que la princesa Juana
no es hija vuestra. Que su padre es don Beltrán, y por lo tanto quieren anular el juramento
para repetirlo a favor del infante don Alfonso”.
Ahora sí que el rey se sentía
impotente y no precisamente por serlo, sino por no poder revelar el proceso de
fecundación de la princesa Juana. Todo había sido bien planeado por el astuto y ladino Villena,
que dejaba al rey sin posibilidad de defensa.
Don Enrique que, al inicio de la conversación, mostraba una incontenible rabia, se sentía
atrapado y con lágrimas en los ojos se dirigió a don Beltrán, que había
escuchado las palabras de Santillana tan atónito como los monarcas, y le dijo:
“Nadie mejor que vos para correr
a avisar de lo ocurrido al Consejo, pues habéis sido insultado como yo. Ellos
sabrán cómo proceder. Dejo en sus manos la decisión. Me siento incapaz de
decidir en esta ocasión”.
En ese momento todos se dieron
cuenta de que don Enrique estaba entregado
y abatido y cabizbajo se dirigió
al fondo del salón y se arrodilló ante un tríptico de Nuestra Señora de
Guadalupe. Y el rey aceptó que su sucesor fuese su hermanastro don
Alfonso, un niño enfermizo que en esa
fecha sólo contaba once años.
Dos meses después recibe el
rey la “Sentencia arbitral de Medina del
Campo”, firmada el 16 de enero de 1.465,
cuyo legajo contenía más de seiscientas páginas de documentos relativos a los acuerdos finales
tomados por sus delegados. Cuando inició
su lectura entró en cólera y empezó a revolotear todos los documentos por toda la habitación. La reina, alarmada por los gritos de ira de su esposo, entró en su aposento y lo encontró pisoteando un montón de papeles.
Y dirigiéndose a ella le dijo:
¡Ciento veintinueve capítulos
sobre cómo han de ser los negocios del gobierno, incluida la posibilidad de
crear un tribunal inquisidor contra los enemigos
de la fe católica!, Acto seguido se
dirigió a uno de los funcionarios que
acudieron al oír los desaforados gritos de don Enrique y en tono enérgico le ordenó: “Tomad nota, escribano, y hacedla
pública de inmediato. Declaro nulo y sin valor todo lo pactado en la concordia
de Medina del Campo!
Al no aceptar el rey estos acuerdos,
la revuelta no tardó en producirse. En
Plasencia y en Valladolid se alzaron pendones
por don Alfonso, y pronto se unieron a la revuelta Córdoba, Sevilla, Toledo y
Burgos. Y el 27 de abril de 1.465 le proclaman rey de Castilla, reinando como
Alfonso XII , --le apodaban "El Inocente". En Ávila, el 5 de Junio del mismo año, en una ceremonia que ha pasado a la historia con el nombre
de “la Farsa de Ávila”, fue ratificada
la proclamación y su Corte se instala en
Arévalo, quedando así dividida Castilla en dos bandos --en la relación existente de Reyes de Castilla no aparece el de Alfonso XII, por lo que parece que oficialmente no fue reconocido como rey-- El séquito
que acompañaba al nuevo rey, cómo no, lo
encabezaba el infiel Villena, que ya había perdido su condición de valido
favorito de don Enrique. El hábil y
astuto Villena había conseguido la custodia del menor y fue el artífice de su "coronación" cuando sólo era un niño de apenas doce años. ¡Dios santo, un imberbe en las garras
de un demonio! No era más que un sibilino plan para
recuperar su perdida influencia en la
política castellana.
En el año
1.466, estando reunidas doña Juana
y su cuñada, se presentó ante ellas muy exaltada
Beatriz de Bobadilla, dueña de
Isabel, y con honda preocupación
les comunicaba que pronto llegaría don Pedro Girón, hermano de Villena y maestre
de Calatrava, y que venía para ofrecerle a don Enrique tres mil lanzas, sesenta mil doblas y la
entrega de don Alfonso. Formaba parte de las negociaciones llevadas a cabo en
Medina del Campo. Doña Isabel,
que ya a sus dieciséis años y después de lo vivido desconfiaba de todos, algo se temería cuando muy contrariada, adelantándose a la
reina, preguntó:
¿Qué es lo que pide a cambio?
¡Ese malaventurado quiere desposaros!
Indignada y con lágrimas en los
ojos la Infanta se levantó y dirigiéndose a la reina le dijo:
Me negué a casarme con vuestro hermano
el rey de Portugal y ahora me obligan a esto. Sólo puedo deciros una cosa,
cuidad de vuestra hija porque en muy poco tiempo será la única moneda de cambio
de la que dispondrá vuestro esposo”
A doña Mencía, que también estaba
allí presente, se le ocurrió comentarle a la reina: “No se puede negar. Lo que
el hermano de Villena ofrece a cambio es demasiado necesario para que el rey lo
rechace”.
La infanta Isabel, que había
escuchado el comentario, la miró con desprecio a la vez que espetaba: “¡En mis
manos está evitarlo!”. Y diciendo esto,
con gran enfado, abandonó la estancia
seguida de doña Beatriz.
Unos días después llegó la noticia de que el hermano de Villena
había fallecido, víctima de una dolorosa e inexplicable enfermedad. Fue tan
inesperada y oportuna su desaparición que no pocos sospecharon de que fue envenenado, aunque también se dice
que fue como consecuencia de una peritonitis.
Corría el año 1.467 cuando, a la llamada de Enrique IV, los escudos de armas de los siempre leales Santillana, Medinaceli, Haro y Alburquerque,
así como otros muchos caballeros de la
nobleza castellana, se presentaron con sus huestes ante él en Zamora para rendirle honores y obediencia. Gentes de
toda condición acudieron a su llamada: los nobles a cambio de más dádivas; y el
pueblo, por un puñado de maravedíes. En la villa de Zamora, donde se había instalado temporalmente la Corte, logró
reunir un numeroso ejército de ochenta
mil soldados de infantería y catorce mil
de a caballo.
El 19 de agosto de 1467 tenía
lugar la segunda batalla de Olmedo, donde dos décadas antes Juan II de Castilla,
el padre de don Enrique, había
derrotado al bando de los infantes de
Aragón. En esta ocasión se enfrentaban
los partidarios de Enrique VI y los de Alfonso XII. La
contienda fue encarnizada y duró
hasta el anochecer, produciendo centenares de muertos y heridos; ambos
combatientes, exhaustos y desorientados, se atribuían la victoria. Incluso hoy
día los historiadores no se ponen de acuerdo
sobre el resultado de la batalla,
unos consideran que Enrique IV fue derrotado y hecho prisionero,
mientras que otros afirman que venció,
pero que su frágil carácter le llevó a negociar con los vencidos, aunque también su
actitud podría haberse debido a su adversidad a las guerras y a los conflictos.
Como consecuencia de los acuerdos
tomados a raíz de la batalla de Olmedo,
Enrique aceptó entregar como rehén a su esposa Juana, que fue recluida en el castillo de Alaejos. En su cautiverio, sola y abandonada, conoció a Luis Hurtado de
Mendoza, sobrino del arzobispo de Sevilla, en el que encontró el consuelo y el cariño que tanto necesitaba, y acabó siendo
su amante. Fruto de esta relación
nacieron dos hijos, el primero
fue Fernando y poco después nacería Apóstol. Ambos hermanos se criaron en Santo Domingo del
Real de Toledo, al cuidado de la priora que era tía de doña Juana.
Mencía
le hizo ver a doña Juana el peligro que corría si seguía allí con su
embarazo y la persuadió de que huyera.
Su amante organizó la huida y vestida de
guardainfante para disimular su embarazo, escaparon las dos montadas en un par de mulas y,
acompañadas por una docena de hombres a caballo, se dirigieron hacia el castillo de los Mendoza, en Buitrago,
donde estaba su hija Juana y los dos hijos de Mencía y el Cardenal Mendoza,
Rodrigo y Diego.
¡No puedo tolerar que el fruto de
vuestra infidelidad nazca aquí!, dijo Santillana mirando a Juana con desprecio,
y añadió: “En cuanto estéis recuperada del viaje, partiréis a la villa cerca de
Trijueque, junto a Hita. Así garantizaremos mayor seguridad y discreción a
vuestro despropósito”.
Al enterarse el rey, mandó
prender a don Luis, pero la reina le juró que jamás volvería a verlo a cambio
de su clemencia. A ella la llamó
casquivana y le reprochó indignado haber tirado por los suelos la honra de su
esposo. ¿Qué honra? y ¿con qué moral podía Don Enrique acusar a la reina de impúdica? No obstante, como siempre, acabó perdonando a
su infiel mujer y también
a su amante, al que dejó libre. Juana no cumplió su juramento y siguieron
viéndose. Según cuenta Mencía, fue éste su único amante y su único amor. ¿Sería
verdad lo que decía la fiel Mencía o lo decía para defender
la discutida legitimidad de “La
Beltraneja ”, a la que quería como a una
hija. Juana se marchó a Portugal y luego
se trasladó a Madrid. Se retiró al convento de San Francisco, donde murió en el
año 1.475, poco después que falleciera
su esposo.
El 5 de julio de 1.468, a la temprana edad de 15 años, fallecía Alfonso
XII, que había reinado durante tres años. Tardó cinco días en morir de una “extraña”
enfermedad, la lengua se le hinchó y la boca se le puso negra. Ninguno de los cronistas de la época se pone
de acuerdo sobre la causa de su muerte, unos la atribuían a la peste y otros a
que fue envenenado, Lo que sí parece
cierto es que el médico que lo examinó no encontró indicios de tal
enfermedad.
Para los que no aceptaban a “La Beltraneja” como legítima heredera, la
sucesión pasaba entonces a la infanta Isabel. Ese mismo año, Enrique y su
hermanastra acuerdan por el Tratado de
los Toros de Guisando que Enrique vuelve a ser rey, pero acepta como heredera a
Isabel y se reserva el derecho de acordar su matrimonio. Según el citado tratado, el rey debería divorciarse de su esposa, pero no se llegó a
iniciar los trámites se separación.
Enrique pretende casar a la
infanta Isabel con Alfonso V, rey de Portugal e inicia gestiones de boda. Isabel no quería acceder a las pretensiones
del rey, y poco antes del fallecimiento de Alfonso XII
huye de Segovia ayudada por el Conde de Alba, buscando refugio en Ávila, donde se hallaba su hermano. Más
tarde, el 19 de octubre de 1.469, siguiendo los consejos del arzobispo de Toledo y de la familia
Enríquez, se casa en secreto en
Valladolid, con Fernando, hijo de Juan II
de Aragón y heredero del trono.
Con motivo de este matrimonio no autorizado por Enrique IV,
el monarca da por incumplido y
roto el Tratado de los Toros de
Guisando, retirándole el título de princesa,
que recupera la infanta Juana al jurar el rey su legitimidad.
Cuanto más se alejaba Enrique de su segunda esposa, cuyo
matrimonio tampoco llegó a consumarse,
más se entregaba a la perversión
y al desenfreno de sus bacanales y sodomías.
Estaba continuamente rodeado
de jóvenes y apuestos servidores, bellos,
arrogantes y caprichosos, entre los que se encontraban algunos de sus amantes,
a los que les mostraba un trato afable y un especial cariño. También
gustaba rodearse de infieles y se
decía que utilizaba a miembros de su guardia mora en sus
indeseables vicios. Ya se sabe que es usanza de los moros mantener relaciones
sexuales con doncellas y mancebos por
igual.
Entramos ya en el año 1.474. La desordenada vida que llevaba el rey
le pasaba factura. Estaba
sumamente envejecido, Se le veía cansado, caminaba encorvado apoyando las manos
en sus sufridos riñones. Descuidada su
vestimenta e incluso su higiene,
presentaba un aspecto lamentable,
En 1.474 cae enfermo y estando en
cama le llega la noticia del fallecimiento del marqués de Villena, que tanto
daño le hizo, aunque también en ocasiones –las menos- le favoreciera. El rey,
al leer la nota que le entregaron, dijo: “Dios mío que no haya sufrido”. Todos
los allí presenten quedaron estupefactos, y más aún cuando añadió: “Fue mi fiel
servidor y pienso recompensarle otorgándole a su hijo la vacante del Gran
Maestrazgo de Santiago, que su padre ostentaba, así como sus títulos más
importantes”. Increíble, pero
cierto. Así era Enrique IV, que no
tardaría mucho en seguir al imprevisible Villena.
Cuentan que estando ya muy enfermo
llamó a uno de sus fieles
camareros, al que después vieron salir
del aposento con una bolsa de cuero con algo dentro, que presumiblemente podría tratarse de su
testamento. ¿Había testado el rey? ¿y a
favor de quién? Misteriosamente, poco después
encontraron al citado sirviente
degollado desangrándose y, a su lado, un montón de papeles era pasto de las llamas.
Si existió tal testamento quedó en el anonimato.
El 11 de diciembre del año
1.474, aquejado de fuertes dolores, fallecía en Madrid don Enrique
en brazos de su hija Juana. Isabel es nombrada reina de Castilla y León,
en contra de parte de la nobleza, lo que
desencadenó una guerra entre los partidarios de Juana, apoyada por Portugal y
los de Isabel apoyada por Aragón. La guerra de Sucesión terminó en 1.479 con victoria de Isabel y
la sumisión de Andalucía y Extremadura. Lo primero que hace la nueva
reina muy acertadamente es someter a la
nobleza a su autoridad. Fue el primer paso para la unificación de todos los
reinos, que posteriormente dio lugar al reino de España. Poco después de acabada la guerra civil, al morir Juan II de Aragón, se produjo la
unión de los dos reinos, bajo el mando de
Isabel y Fernando, que fueron nombrados Reyes
de Castilla y de Aragón, pasando a la historia como los Reyes Católicos.
Julio Liberto Corrales.