jueves, 4 de octubre de 2012

RELATOS Y ENSAYOS


BREVE RELATO DE LA  AZOROSA VIDA DE  ENRIQUE IV “EL IMPOTENTE”

En  Valladolid, en la Casa de las Aldabas,  el 25 de enero de  1.425 nacía don Enrique, hijo  legítimo de Juan II de Castilla y de  María de Aragón.  A la muerte de su padre, acaecida en 1.454, se convertiría  en Rey de Castilla, reinando como Enrique IV y  pasó a la historia con el sobrenombre de “El Impotente”. Fue el primer Príncipe de Asturias.

¿Era en realidad impotente o  simplemente homosexual? ¿Fue Enrique IV un buen rey? ¿Y si le juzgamos sencillamente como persona, era tan caprichoso y débil como decían sus detractores?  ¿O fue quizás  un rey magnánimo, como defendían  sus fieles? ¿Era un pusilánime o es que odiaba la guerra?  ¿No podría también haber sido apodado “El Pacificador”? ¿Qué hubiera pasado si esta situación se hubiera producido en la actualidad? Creo que de  este breve  relato de su historia podremos  sacar cada uno  nuestras   propias conclusiones.

Resultado de imagen de Enrique IV El Impotente
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Para hablar de la vida y reinado de Enrique IV,  parece oportuno que  iniciemos el relato, haciendo  la presentación de dos de los personajes que tanto  influyeron  no  sólo en la vida y  decisiones   del rey, sino  también en la propia historia de España, como veremos más adelante.

Uno de estos caballeros era    Juan Pacheco,  de origen portugués, que nació  en 1.419, o sea que era  seis  años mayor que Enrique IV. Llegó a la Corte de la mano de Don Álvaro de Luna  y entró como mozo de la servidumbre del príncipe  cuando aún era un niño. Obviamente se estableció entre ellos una fuerte amistad, y Pacheco, hombre inteligente, valeroso, astuto y de fuerte carácter, además de muy ambicioso,    poco esfuerzo tuvo que hacer para dominar la frágil voluntad del rey y pronto se convirtió  en su valido favorito, nombrándole   marqués de Villena. Fue  cabeza del linaje  más rico  y poderoso de Castilla, Influyó en la política castellana en la que hizo de árbitro frecuentemente, apoyando alternativamente a los nobles o al monarca, según conviniera a sus intereses. Algunos historiadores le consideran artífice del Tratado de los Toros de Guisando, que reconocía  a la infanta Isabel como futura  Reina de Castilla,  la que posteriormente sería Isabel “La Católica”. Curiosamente don Juan Pacheco y don Enrique fallecieron  en el mismo año, en 1.474, a la edad de 55 y 49 años respectivamente.

Obviamented
El otro caballero, don Beltrán de la Cueva, era un gallardo hidalgo, atractivo y valeroso, por el que el rey sentía una especial predilección. Siendo muy joven ya ocupaba cargos importantes en la corte castellana y en 1.460 fue nombrado valido del rey   cuando apenas  tendría unos veinte años (no se conoce con exactitud su fecha de nacimiento, aunque se cree que nació en 1.440). Cuatro años después, es decir, en 1.464 Enrique IV le concede el Mayorazgo de Santiago, pero los nobles se alzaron contra el rey y en 1.465 se vio obligado  a desposeerle  de sus derechos sobre la Orden, aunque fue  compensado con un Ducado.

 Se  decía que don Beltrán  estaba amancebado  con la reina, cuyas relaciones  hasta podrían estar propiciadas y consentidas por el  mismísimo rey. Se le atribuyó  la paternidad de Juana de Castilla y, supuestamente, de Enrique IV, por ello la llamaban “La Beltraneja”. De la Cueva contrajo matrimonio con la hija menor del  Marqués de Santillana, con lo que  pasó  a formar parte de la poderosa e influyente familia de los Mendoza, llegando a ostentar los títulos de Duque de Alburquerque y Conde de Ledesma. En 1.468 se retiró a sus dominios, de donde salió para servir a los Reyes Católicos en sus luchas por la sucesión al trono de Castilla y en la guerra  contra el moro en Granada.

Volvamos a Enrique IV. En 1.440  se casa  con   Blanca II de Navarra, hija de  Blanca I de Castilla y de Juan II de Aragón. Ambos eran unos imberbes de sólo quince años y la unión  duró hasta 1.453 porque el   matrimonio no llegó a consumarse y   fue anulado por el papa Nicolás V  alegándose  “una supuesta impotencia”. Desde entonces  el rey es conocido  como    Enrique IV  “El  Impotente”.

 Don Enrique alegó que durante más de tres años había intentado consumar su matrimonio, sin conseguirlo. Alonso de Palencia, cronista de la época, escribió que el matrimonio era una farsa y acusaba a don Enrique de homosexual. También acusó de homosexual  a su padre, Juan II de Castilla, y de adúltera a su madre, María de Aragón. 

Enrique IV, Rey de Castilla y León, hermanastro de Isabel “La Católica”  fue el antepenúltimo miembro de la Dinastía de los Trastámara.  Considerado por  sus enemigos como un rey   pusilánime y para  sus amigos,  un rey magnánimo. Su padre, Juan II de Castilla, fue  un monarca débil  entregado en manos de sus validos, y su hijo que heredó su falta de carácter y que además tenía otras debilidades, de las que más adelante hablaremos,   no sólo mantuvo la misma política de su padre  sino que la acentuó,  lo cual influyó en  las rivalidades nobiliarias, que culminaría en una guerra civil por la sucesión de la Corona de Castilla.

Cuando se convirtió en rey, en el año 1.454, sus primeros pasos fueron la renovación de la alianza con Francia, la paz con el reino de  Navarra y un acuerdo con el de  Aragón.  Estaba claro que lo suyo no era la guerra sino la paz, pero no eran tiempos de paz sino de guerra. Organizó varias expediciones a Granada, intervino en las guerras de Navarra al lado del príncipe de Viana y en la guerra civil catalana, por lo que  fue nombrado Conde de Barcelona.

En 1.457 contrae  nuevas nupcias con la princesa  Juana, hermana del Rey de Portugal.  Ella contaba sólo diecisiete años y él treinta y dos.  Cuando  la futura reina salió de Portugal venía acompañada de 12 “dueñas” (mujeres servidoras y  de compañía). La mayoría de ellas andaban entre los quince y diecisiete años,  salvo Mencía de Lemos y Guiomar de Castro, que rondaban los veintitantos. A todas ellas Enrique IV en las capitulaciones matrimoniales  prometió hacer lo posible por casarlas con nobles castellanos.

A las puertas de Badajoz, un séquito de doscientos caballeros, precedido del pendón real de Castilla y León, salió al encuentro de la futura reina. Un noble de muy buena presencia se adelantó y le dijo: “Señora, soy el Duque de Medina Sidonia y he venido a guiaros hasta vuestro destino por orden del rey”.

La boda se celebró en los Reales Alcázares, de Sevilla, oficiada por el Arzobispo de la ciudad.  Los festejos, agasajos y corridas de toros  se prolongaron durante  tres días. En el torneo que se organizó para la ocasión se enfrentaron dos  apuestos caballeros, uno de ellos,  un joven, atractivo y gallardo,   que apenas  había alcanzado los 18 años, era  Beltrán de la cueva; el otro caballero, que  ya contaba con 36 años, era Juan Pacheco, Marqués de Villena.

A pesar del  arrojo  de Beltrán de la Cueva, que  con el tiempo se convertiría en un gran jinete e intrépido guerrero,  su bisoñez  e inexperiencia poco pudieron  hacer  frente a un no menos valeroso Pacheco curtido en mil batallas y que le doblaba la edad. Beltrán fue descabalgado y cayó de bruces en el suelo. Ambos ya venían rivalizando por obtener  los mayores favores del rey, el cual  sentía una especial predilección por el joven De la Cueva y  mandó a un vasallo a que se interesara por él y preguntar si se encontraba bien el vencido. Desde antes ya  existía una enconada rivalidad, que  ambos    siempre mantuvieron por ganar los favores del rey.

Fue en este escenario en el que el obispo de Calahorra y futuro cardenal,  D. Pedro González de Mendoza,  Consejero del Rey,  conoce a Doña Mencía de Lemos,  en cuya compañía parece estar muy a gusto y pronto establece con ella una amena conversación. Don Pedro no es precisamente una belleza, pero  sí es un hombre de gran inteligencia, , cultivado y diplomático, y no le fue difícil  embaucar con su oratoria a Doña Mencía, que quedó   prendada de él y locamente enamorada. No tardaron mucho en convertirse en amantes y fruto de esa unión nacieron dos  hijos varones. Don Pedro   pertenecía a la noble y  poderosa familia de los Mendoza, cuyo jefe era  su hermano mayor, el Marqués de Santillana,   enemigo acérrimo  del astuto Marqués de Villena, con el que rivaliza por  conseguir  una mayor   cuota de  influencia  sobre Enrique IV, siempre, tanto uno como  otro, teniendo como objetivo prioritario  su propio enriquecimiento.

Cuando anocheció, los reyes se retiraron a sus aposentos mientras la fiesta continuaba. Los más allegados, siguiendo una vieja tradición castellana, debían dormir cerca de los desposados. Por petición expresa  de la reina, doña Mencía permaneció junto a la estancia, sobre un jergón en el  suelo, advirtiéndole que andase  atenta a los sonidos acompasados. Y esto es lo que contó la tal Mencía: “Cerré los ojos pero no los oídos, y os aseguro que ningún ruido acompasado escuché. El silencio sólo se rompía con el crujir de la ropa de la cama cuando los reyes se movían”.

El rey abandonó la estancia por una puerta para su  uso  exclusivo, que daba a un oscuro y angosto corredor escondido. Mencía vistió a la reina mientras observaba la cama. No había ni el más mínimo rastro de sangre sobre la sábana. Se abrazaron y la reina comenzó a llorar. En este luctuoso momento sonaron unos golpes en la puerta y doña Juana, temblorosa y alarmada dijo “¿Cómo vamos a eludir esa absurda costumbre de mostrar la sábana manchada de sangre?. Es lo primero que querrán ver”. Los golpes en la puerta insistían. La fiel Mencía, no lo pensó dos veces y  decidida cogió una copa que estrelló sobre el suelo y con un trozo de vidrio se hizo un corte en el muslo, restregando su sangre por la sábana. Con esta falsa maniobra quedaba salvada la virilidad del rey. Pero  la pobre  reina, muy afligida y  con lágrimas en los ojos, repetía una y otra vez “¿os dais cuenta Mencía? Nunca podré tener hijos. A mis diecisiete años me veo virgen hasta la muerte”. Después de 5 años de casada seguía sin descendencia y previsiblemente sin haber consumado su matrimonio con el rey. Ahora se arrepentía de no haber hecho caso a los rumores que corrían también en Portugal sobre la virilidad del rey de Castilla y León, pero ya era tarde.

Maestre Samaya, un médico judío  que conocía un método de fecundación alternativo al natural, envió una carta al rey en la que le hablaba de esta técnica y le decía literalmente: “Pongo mi cabeza en que la reina quedará embarazada”.  Enrique IV,  que lo único que pretendía era tener descendencia, cree haber encontrado la solución a su problema  y  acepta la oferta. La reina se vio obligada a someterse a tan villana vejación y llegado el día más fértil señalado por Samaya para que la  operación fuese exitosa, Juana ya estaba preparada  para tal fin, pero en ese momento el rey estaba ausente y  no aparecía por ninguna parte; si no llegaba antes de dos horas todo  habría sido inútil. Doña Mencía  recurrió a uno de los moros que el monarca  tenía a su servicio y que era el único que sabía su  paradero. Como la ocasión lo exigía salieron raudos hacia la judería, que era  el lugar elegido por  el rey para sus frecuentes escapadas, pues le gustaba rodearse de villanos y gentes de mal vivir.  En una oscura habitación de un maloliente cuchitril, cercano a una diminuta plazuela, semidesnudo y tumbado sobre  una  larga mesa  a modo de catre, se encontraba don Enrique, y a su lado el  cuerpo desnudo de su “acompañante”  se enroscaba, sin ningún pudor ni recato,  en torno al del rey. En su relato, doña Mencía no aclara si ese cuerpo desnudo correspondía al de  un hombre o al  de una mujer, posiblemente por prudencia o tal vez porque la oscuridad se lo impidió.  


Si durante trece años  no fue capaz de tener relación sexual alguna con   su primera esposa y  todo indica que tampoco las tuvo con doña Juana, y que en su noche de bodas con una hermosa criatura, virgen y con apenas diecisiete años ocurrió lo que ya han oído, parece razonable   preguntarse si  Enrique IV era  en realidad  impotente o simplemente homosexual,  y todo indica que el cuerpo desnudo de esa persona correspondía a un varón.

El tiempo apremiaba y  no era momento de mostrarse  azarada ante tan bochornoso espectáculo. Doña Mencía se sobrepuso al duro golpe y  dirigiéndose  al rey  le dijo: “Señor, es menester que vengáis raudos al alcázar. El maestre Samaya asegura que la temperatura de la reina es la idónea y si os rezagáis cambiará y veremos todas nuestras esperanzas frustradas”.

El rey se incorporó no de muy buena gana y le dijo a doña Mencía mientras ésta  le ponía los zapatos: “Quiera Dios que esta vez sea la definitiva. Si resulta fallida será necesario pedir ayuda a otro hombre para que cumpla por mí “. Un escalofrío recorrió el cuerpo de Mencía cuando escucho  tal barbaridad  de boca del propio rey. Tuvo que contenerse porque no había tiempo que perder y porque sería una osadía enfrentarse al monarca.

Llegados a la clausura del lugar  en el que se iba a realizar el  acto, el rey se echó sobre una cama junto a la de la reina, que yacía desnuda de medio cuerpo. El médico  la examinó y de una cajita forrada de terciopelo extrajo  con sumo cuidado una cánula de oro y con exquisita delicadeza se la introdujo en sus vergüenzas. Mientras uno de los ayudantes del judío masajeaba al rey y cuando acabó de ser ordeñado recogió en una copa su simiente, que el médico judío iba depositando cuidadosamente en la vagina de  la reina   a través de la cánula.

Después de varios intentos, en esta ocasión  quedó preñada la reina. ¡Por fin don Enrique tendría un descendiente!. Se lo comunicó a  doña Mencía, que fue  la primera en saberlo, para que le diese la buena nueva al rey,  que como de costumbre, estaba cazando cuando no andaba liado con sus tan peculiares amistades. A veces también iba a la guerra, pero él no era ni se consideraba un guerrero. Podría haber sido el padre de la célebre frase “haz la paz y no la guerra”.

Cuando doña Mencía llegó junto al rey, le dijo: “Señor traigo noticias, pero como creo que el negocio es de suma importancia me gustaría testimoniárselas en privado”. El rey reparó en los allí reunidos, don Beltrán, el marqués de Villena, el marqués de Santillana y don Alfonso, su hermano menor, hijo del segundo matrimonio de su padre, Juan II de Castilla, y por lo tanto heredero a la corona en tanto doña Juana no tuviera descendencia.

Todos me son fieles y nada les escondo. Con el ejemplo se predica, dijo solemnemente don Enrique. Doña Mencía dudó un instante porque no confiaba en la lealtad de algunos de los presentes, sobre todo de Villena.  Tomó la mano del rey y con una reverencia le comunicó:  “Dios por fin os ha regalado a vos y a vuestro reino el hijo que ansiabais y necesitabais”.

El 22 de abril del año 1.462 en la entonces pequeña villa de Madrid, la soberana daba felizmente  a luz a una hermosa niña rubia de ojos claros, a la que pusieron  el mismo nombre de su madre, Juana,  y cuya paternidad atribuían a D. Beltrán de la Cueva, que gozaba no sólo de un  especial  afecto  del rey sino  ya también de la propia reina,  por lo que era conocida y así pasó a la historia como Juana “La Beltraneja”.

No se sabe a ciencia cierta cuál es la verdadera paternidad de doña Juana de Castilla, Princesa de Asturias,  y hay muchas dudas al respecto. Sí conviene aclarar  que su madre, Juana de Portugal era muy morena como también lo era D. Beltrán: y sin embargo “La Beltraneja”  tenía la  piel muy  blanca, el  pelo rubio y los ojos claros y garzos como Enrique IV. Según doña Mencía, era el vivo retrato de Don Enrique. ¿Funcionó el artilugio del  galeno judío o fue otro” artilugio”, el de D. Beltrán,  el que obró el milagro?

Dos meses después de su nacimiento, el rey mandó a los caballeros y a los procuradores reunidos en Cortes, que la jurasen como su hija primogénita y que le mostrasen la  obediencia y fidelidad que se acostumbra a dar a los primogénitos de los reyes. Nadie dudó en cumplir el  juramento, incluso hubo una cierta rivalidad entre toledanos, burgaleses y segovianos por ser los primeros en jurar.  Los primeros en reconocer a “La Beltraneja”  fueron su tíos   Alfonso e Isabel,  hijos del segundo matrimonio de Isabel de Portugal con Juan II de Castilla, padre de Enrique IV, que contaban entonces  9 y 11 años respectivamente.

Acabada la ceremonia, se formaron varios grupos de caballeros que conversaban entre sí,  posiblemente comentando algo sobre   la masculinidad del rey y sus dudas sobre la  paternidad de Juana. Uno de los nobles, al parecer algo beodo, a viva voz   y  sin ningún recato decía  : “Estoy seguro de que nadie bajaría a recoger la virilidad del rey si la viese arrojada en la calle”

Se produjo un silencio sepulcral entre  los comensales, todos oyeron el insulto, salvo el agraviado, que ni se inmutó. Por supuesto que lo oyó igual que  el resto de los allí presente,  pero  a él   parecía  no importarle. En ese instante estaba muy  pendiente de Guiomar, con la que la reina se encaró y pidió a su esposo que desapareciera esa desagradecida de la Corte. No era la primera vez que la soberana se lo pedía,  pero sí fue la última. Esa misma noche  la abandonó   para siempre, aunque con el tratamiento de señora y  con una buena renta.

La actitud de la reina obedecía a que frecuentemente  se veía al rey en compañía de  Guiomar  y corrían rumores de que  era su  barragana. Pronto se hartó de ella y fue sustituida por Catalina de Guzmán. El ya citado cronista, Alonso de Palencia, le reconocía otras dos “amantes”, Catalina de Sandoval y Beatriz de Vergara.  Pero   ¿qué haría don Enrique con esas mujeres?  ¿Cuál sería la intención del rey?  ¿darle celos a la reina? (no tendría sentido), ¿simular su virilidad? (tampoco parece lógico a juzgar por su actitud). Yo diría, y esto no  es más que  mi propia  opinión, que la razón de esas supuestas amantes era  la de empujar a la reina a que tuviese relaciones adúlteras  con otro hombre para que hiciera por él lo que él no era capaz de hacer: preñarla y que le diera el tan  anhelado  heredero  varón. Tanto lo deseaba que unos años después   convenció a su esposa  para que  nuevamente  se sometiera  a las prácticas humillantes de Maestre Samaya.

No parece muy descabellada la opinión que me he atrevido a dar a juzgar por lo que el rey manifestó a su esposa a raíz de la anterior discusión  con Guiomar: “Mi señora- dijo el monarca sin inmutarse- vuestro temple mejoraría si os preocupaseis  más por vuestros asuntos de cama que por los míos”, y  volviéndose hacia el primero de los caballeros que tenía a mano,  añadió: “Holgar con él o con cualquier otro os calmará el ánimo. Así nos privaréis de escenas tan dramáticas”. Dio la casualidad de que el caballero al que se dirigió el rey era don Beltrán. ¿Fue verdaderamente casual o hubo por su parte una malévola  intencionalidad?

Meses después de aquella escena  la reina accedió a los deseos del rey, de  someterse nuevamente a las degradantes  prácticas de  Samaya. Después de varios intentos  se logró un  segundo embarazo, que causó  una desbordante  alegría a los reyes, especialmente a don Enrique.   No se sabe si el artífice fue la mano docta  de Samaya u otro tipo de miembro  que, al parecer,  don Beltrán tenía siempre a  disposición de la reina. Lamentablemente, un inesperado  accidente  domestico la hizo abortar cuando ya  había alcanzado el sexto mes de embarazo. La ilusión  que  los soberanos habían puesto en ese vástago se convirtió, de la noche a la mañana,  en una verdadera tragedia  y sumió a la reina en una profunda depresión. Don Enrique,  que se encontraba en Alfaro intentando apaciguar las trifulcas con el reino de Aragón (como siempre buscando la paz)   regresó precipitadamente   y se encontró con una mujer  demacrada, triste y deshecha.  Visiblemente afligido se arrodilló  junto al lecho y delicadamente  besó su  mano. La reina, con débil  voz casi imperceptible, le confesó: “Era un varón, Enrique. No quisisteis que os acompañara a Aragón por seguridad y mirad lo que ha pasado”. El desconsuelo de ambos era indescriptible.

Esta desgracia unió a los reyes en su adversidad y se les veía más junto que nunca. Era la mejor forma de consolarse mutuamente.  Después de unos días de descanso se dirigieron a Madrid, donde estaba previsto que se  formalizaría el proceso de paz con Aragón, propiciado por don Enrique y que dejó en manos del marqués de Villena.  Pero todo era una trampa urdida por  Villena, había preparaado un plan  para detener a la familia real. El Conde de Paredes se encargaría  de prender  al rey y  de degollar a don Beltrán para arrebatarle  el maestrazgo de Santiago; y los condes de Alba y de Plasencia apresarían a la reina y a la princesa.

Quiso la fortuna que don Beltrán, que no se fiaba de Villena  y al que ya había sustituido como favorito del rey, se enterara  de la  conspiración y previno a la guardia del rey,  que  logró  apresar  a los involucrados en el complot, logrando abortar el plan del traidor  Villena.  Cuando todo se había calmado, don Enrique salió del aposento a donde lo llevo Beltrán para protegerlo y, dirigiéndose a Villena, sólo le recriminó su actitud, espetándole que si le parecía bien lo que hacía como si aquello hubiera sido un simulacro o una  simple broma. El astuto de Villena no paraba de  lisonjearle, a la vez que le  mostraba  arrepentimiento y solicitaba el castigo que bien merecía.   El rey, que muchos defectos tendría, pero indudablemente era muy noble y no precisamente por su realeza sino por su propia personalidad,  le dejo marchar sin imponerle castigo alguno. Y por si fuera poco, también  aceptó sin resquemores, una vista con los condes de Plasencia y el de  Benavente para hacer las paces.

 Don Beltrán no lo podía creer.   Estaba claro  que era un hombre de paz, más amigo de la palabra que de la fuerza.  Gobernaba a una manada  de lobos hambrientos como si fuera un rebaño de corderos, a los que él, como buen pastor, siempre disculpaba y perdonaba.  ¿No había, pues,   sobradas razones para que   también  hubiese pasado a la historia con el sobrenombre de  “El Magnánimo”  o “El Pacificador?

Después de que fracasara un nuevo intento  de acuerdo, el Marqués de Santillana se había ofrecido como rehén y puesto después en libertad  para que informara a  don Enrique de las condiciones de sus enemigos. El rey, que  ya no se fía de Villena, tenía dispuesta  la guardia  en el patio de armas del Alcázar, preparada  con sus  leales para su  defensa en caso de emboscada. A la mañana siguiente el fiel Santillana llegaba  a caballo y, jadeante,  le comunicó la   alarmante noticia: “unos  mil cien rocines se agolpan cercando vuestra posición. No hay escapatoria, rodeados como estamos por los cuatro puntos cardinales a unas ocho leguas de distancia”, y  añadió: eso no es todo, el Almirante Don Fabrique alzó pendones en Valladolid a favor de don Alfonso, vuestro hermano.

¿Qué es lo que quieren?, inquirió  el rey pesaroso.

Se quejan –repuso Santillana- de vuestra actitud para con los moros. Dicen que os rodeáis de ellos y que es inconcebible que algunos de éstos formen parte de vuestra guardia personal.  Sostienen que este proceder  es una clara ofensa a la religión católica.

¿Es eso todo?

El Marqués prosiguió: “En segundo lugar dicen que dais los corregimientos a personas incapaces y desmoralizadas, y que nombrasteis a don Beltrán maestre de Santiago, siendo consciente que así perjudicabais a vuestro hermano, el infante. Y se atreven a aventurar que en perjuicio de vuestros hermanos nos habéis obligados a todos a jurar como sucesora a  doña Juana”.

Vaya absurdo, es mi hija ¿Qué es lo que pretenden? ¿Qué insinúan?.

El Marqués se sintió incomodo ante tal pregunta y no quería proseguir, pero la  inquisidora  mirada del rey le obligó y, sin atreverse a mirar al monarca, le respondió:

“Aseguran que la princesa Juana no es hija vuestra. Que su padre es don Beltrán,  y por lo tanto quieren anular el juramento para repetirlo a favor del infante don Alfonso”.

Ahora sí que el rey se sentía impotente y no precisamente por serlo, sino por no poder revelar el proceso de fecundación de la princesa Juana. Todo había sido  bien planeado por el astuto y ladino Villena, que dejaba al rey sin posibilidad de defensa.

Don Enrique que,  al inicio de la conversación,  mostraba una incontenible rabia, se sentía atrapado y con lágrimas en los ojos se dirigió a don Beltrán, que había escuchado las palabras de Santillana tan atónito como   los monarcas, y le dijo:

“Nadie mejor que vos para correr a avisar de lo ocurrido al Consejo, pues habéis sido insultado como yo. Ellos sabrán cómo proceder. Dejo en sus manos la decisión. Me siento incapaz de decidir en esta ocasión”.

En ese momento todos se dieron cuenta de que don Enrique estaba entregado   y abatido y cabizbajo se  dirigió al fondo del salón y se arrodilló ante un tríptico de Nuestra Señora de Guadalupe. Y el rey aceptó que su sucesor fuese su hermanastro don Alfonso,  un niño enfermizo que en esa fecha sólo contaba once años.

Dos meses después recibe el rey  la “Sentencia arbitral de Medina del Campo”, firmada el 16 de enero de 1.465,  cuyo legajo  contenía   más de seiscientas páginas de  documentos relativos a los acuerdos finales tomados por sus delegados. Cuando  inició su lectura  entró en cólera y empezó a revolotear  todos los documentos  por toda la habitación. La reina, alarmada por los gritos  de ira de su esposo,  entró en su aposento  y lo encontró pisoteando un montón de papeles. Y dirigiéndose a ella le dijo:

¡Ciento veintinueve capítulos sobre cómo han de ser los negocios del gobierno, incluida la posibilidad de crear un tribunal inquisidor contra  los enemigos de la fe católica!,  Acto seguido se dirigió  a uno de los funcionarios que acudieron al oír los desaforados gritos de don Enrique y   en tono enérgico  le ordenó: “Tomad nota, escribano, y hacedla pública de inmediato. Declaro nulo y sin valor todo lo pactado en la concordia de Medina del Campo!

Al no aceptar el rey estos acuerdos, la  revuelta no tardó en producirse. En Plasencia y en Valladolid  se alzaron pendones por don Alfonso, y pronto se unieron a la revuelta Córdoba, Sevilla, Toledo y Burgos. Y  el 27 de abril  de 1.465  le proclaman rey de Castilla, reinando como Alfonso XII , --le  apodaban  "El Inocente".  En Ávila, el 5  de Junio del mismo año,  en una ceremonia que ha pasado a la historia  con el nombre  de   “la Farsa de Ávila”,   fue ratificada la proclamación y su Corte se instala  en Arévalo, quedando  así  dividida  Castilla en dos bandos --en la  relación existente de Reyes de Castilla no aparece el de Alfonso XII, por lo que parece que oficialmente no fue reconocido  como rey--  El  séquito que  acompañaba al nuevo rey, cómo no, lo  encabezaba el infiel Villena,  que ya había perdido su condición de valido favorito de don  Enrique. El hábil y astuto Villena había conseguido la custodia del menor y fue el artífice de su "coronación" cuando sólo era un niño de  apenas doce años. ¡Dios santo, un imberbe  en las garras  de un demonio!  No  era más que un sibilino  plan para  recuperar su perdida influencia en la  política castellana.

En el  año  1.466,  estando reunidas doña  Juana  y su  cuñada,  se presentó ante ellas   muy exaltada  Beatriz de Bobadilla, dueña de  Isabel,   y con honda preocupación les  comunicaba que pronto llegaría  don Pedro Girón, hermano de Villena y maestre de Calatrava,  y que   venía para ofrecerle a don Enrique  tres mil lanzas, sesenta mil doblas y la entrega de don Alfonso. Formaba parte de las negociaciones llevadas a cabo en Medina del Campo.  Doña  Isabel,  que ya a sus dieciséis años y después de lo vivido desconfiaba de todos,  algo se temería  cuando muy contrariada, adelantándose a la reina, preguntó:

¿Qué es lo que pide a cambio?

¡Ese  malaventurado quiere desposaros!

Indignada y con lágrimas en los ojos  la Infanta  se levantó y dirigiéndose a la reina le dijo: Me  negué a casarme con vuestro hermano el rey de Portugal y ahora me obligan a esto. Sólo puedo deciros una cosa, cuidad de vuestra hija porque en muy poco tiempo será la única moneda de cambio de la que dispondrá vuestro esposo”

A doña Mencía, que también estaba allí presente, se le ocurrió comentarle a la reina: “No se puede negar. Lo que el hermano de Villena ofrece a cambio es demasiado necesario para que el rey lo rechace”.

La infanta Isabel, que había escuchado el comentario, la miró con desprecio a la vez que espetaba: “¡En mis manos está evitarlo!”.  Y diciendo esto, con gran enfado,  abandonó la estancia seguida de doña Beatriz.

Unos días después  llegó la noticia de que el hermano de Villena había fallecido, víctima de una dolorosa e inexplicable enfermedad. Fue tan inesperada  y oportuna su  desaparición que no pocos sospecharon  de que fue envenenado, aunque también se dice que fue como consecuencia de una peritonitis.

Corría el año 1.467 cuando,  a la llamada de Enrique IV,   los escudos de armas de los  siempre leales  Santillana, Medinaceli, Haro y Alburquerque, así como otros muchos  caballeros de la nobleza castellana,  se presentaron  con sus huestes  ante él en Zamora  para rendirle honores y obediencia. Gentes de toda condición acudieron a su llamada: los nobles a cambio de más dádivas; y el pueblo, por un puñado de maravedíes. En la villa de  Zamora, donde se  había instalado temporalmente la Corte, logró reunir un  numeroso ejército de ochenta mil soldados de infantería  y catorce mil de a caballo.

El 19 de agosto de 1467 tenía lugar la segunda batalla de Olmedo, donde dos décadas antes Juan II de Castilla, el padre de don Enrique,  había derrotado  al bando de los infantes de Aragón.  En esta ocasión se enfrentaban los partidarios de Enrique VI y los de Alfonso XII.  La  contienda  fue encarnizada y duró hasta el anochecer, produciendo centenares de muertos y heridos; ambos combatientes, exhaustos y desorientados, se atribuían la victoria. Incluso hoy día los historiadores no se ponen de acuerdo  sobre el resultado de la batalla,  unos consideran que Enrique IV fue derrotado y hecho prisionero, mientras que  otros afirman que venció, pero que  su frágil  carácter le llevó a  negociar con los vencidos, aunque también su actitud podría haberse debido a su adversidad a las guerras y a los conflictos.

Como consecuencia de los acuerdos tomados a raíz  de la batalla de Olmedo, Enrique  aceptó  entregar como rehén a su esposa   Juana, que  fue recluida en  el castillo de Alaejos. En su cautiverio,  sola y abandonada, conoció a Luis Hurtado de Mendoza, sobrino del arzobispo de Sevilla,  en el que encontró el  consuelo y  el cariño que tanto necesitaba, y acabó siendo su amante. Fruto de esta relación  nacieron  dos hijos, el primero fue Fernando y poco después nacería Apóstol.  Ambos hermanos se criaron en Santo Domingo del Real de Toledo, al cuidado de la priora que era tía de doña Juana.

  Mencía le hizo ver  a doña Juana  el peligro que corría si seguía allí  con  su embarazo y  la persuadió de que huyera. Su amante organizó la huida  y vestida de guardainfante para disimular su embarazo, escaparon las dos  montadas en un par de  mulas y,  acompañadas por una docena de hombres a caballo, se  dirigieron  hacia el castillo de los Mendoza, en Buitrago, donde estaba su hija Juana y los dos hijos de Mencía y el Cardenal Mendoza, Rodrigo y Diego.

¡No puedo tolerar que el fruto de vuestra infidelidad nazca aquí!, dijo Santillana mirando a Juana con desprecio, y añadió: “En cuanto estéis recuperada del viaje, partiréis a la villa cerca de Trijueque, junto a Hita. Así garantizaremos mayor seguridad y discreción a vuestro despropósito”.

Al enterarse el rey, mandó prender a don Luis, pero la reina le juró que jamás volvería a verlo a cambio de su clemencia.  A ella la llamó casquivana y le reprochó indignado haber tirado por los suelos la honra de su esposo. ¿Qué honra?  y  ¿con qué moral podía Don Enrique  acusar a la reina de impúdica?  No obstante, como siempre, acabó perdonando a su infiel mujer  y   también a su amante, al que dejó libre. Juana no cumplió su juramento y siguieron viéndose. Según cuenta Mencía,   fue éste su único amante y su único amor. ¿Sería verdad lo que decía la fiel Mencía o lo decía para  defender  la discutida  legitimidad de “La Beltraneja ”, a la que quería como  a una hija.  Juana se marchó a Portugal y luego se trasladó a Madrid. Se retiró al convento de San Francisco, donde murió en el año 1.475, poco después que falleciera  su esposo.

 El 5 de julio de 1.468, a la temprana  edad de 15 años, fallecía   Alfonso XII, que había reinado durante tres años.  Tardó cinco días en morir de una “extraña” enfermedad, la lengua se le hinchó y la boca se le puso negra.  Ninguno de los cronistas de la época se pone de acuerdo sobre la causa de su muerte, unos la atribuían a la peste y otros a que fue envenenado, Lo que sí parece  cierto es que el médico que lo examinó no encontró indicios de tal enfermedad.  

 Para los que no aceptaban a  “La Beltraneja” como legítima heredera, la sucesión pasaba entonces a la infanta Isabel. Ese mismo año, Enrique y su hermanastra  acuerdan por el Tratado de los Toros de Guisando que Enrique vuelve a ser rey, pero acepta como heredera a Isabel y se reserva  el derecho  de acordar su matrimonio.  Según el citado tratado,  el rey debería  divorciarse de su esposa, pero no se llegó a iniciar los trámites se separación.

Enrique pretende casar a la infanta Isabel con Alfonso V, rey de Portugal e inicia gestiones de boda.  Isabel no quería acceder a las pretensiones del rey,    y  poco antes del fallecimiento de Alfonso XII huye de Segovia ayudada por el Conde de Alba,  buscando refugio  en Ávila, donde se hallaba su hermano. Más tarde, el 19 de octubre de 1.469,   siguiendo los consejos  del arzobispo de Toledo y de la familia Enríquez, se  casa en secreto en Valladolid, con Fernando, hijo de Juan II   de Aragón  y heredero del trono. Con motivo de este matrimonio no autorizado por   Enrique IV,  el monarca  da por incumplido y roto  el Tratado de los Toros de Guisando, retirándole el título de princesa,  que recupera la infanta Juana al jurar el rey  su legitimidad.

Cuanto más  se alejaba Enrique de su segunda esposa, cuyo matrimonio tampoco llegó a consumarse,  más se entregaba  a la perversión y al desenfreno de sus bacanales y sodomías.  Estaba continuamente  rodeado de  jóvenes y apuestos servidores, bellos, arrogantes  y caprichosos,   entre los que se  encontraban algunos de  sus amantes,  a los que les mostraba un trato afable y un especial cariño.  También  gustaba rodearse de infieles y se  decía  que utilizaba a  miembros de su guardia mora en sus indeseables vicios. Ya se sabe que es usanza de los moros mantener relaciones sexuales con  doncellas y mancebos por igual.

Entramos ya en el año 1.474. La   desordenada vida que llevaba  el rey   le pasaba factura.  Estaba sumamente envejecido, Se le veía cansado, caminaba encorvado apoyando las manos en sus sufridos riñones.  Descuidada su vestimenta  e incluso su higiene, presentaba un aspecto lamentable,

En 1.474 cae enfermo y estando en cama le llega la noticia del fallecimiento del marqués de Villena, que tanto daño le hizo, aunque también en ocasiones –las menos- le favoreciera. El rey, al leer la nota que le entregaron, dijo: “Dios mío que no haya sufrido”. Todos los allí presenten quedaron estupefactos, y más aún cuando añadió: “Fue mi fiel servidor y pienso recompensarle otorgándole a su hijo la vacante del Gran Maestrazgo de Santiago, que su padre ostentaba, así como sus títulos más importantes”.  Increíble, pero cierto.   Así era Enrique IV, que no tardaría mucho en seguir al imprevisible Villena.

  Cuentan que estando ya muy enfermo  llamó  a uno de sus fieles camareros, al que después vieron   salir del aposento con una bolsa de cuero con algo dentro, que  presumiblemente podría tratarse de su testamento. ¿Había testado el rey?  ¿y a favor de quién?  Misteriosamente,  poco después  encontraron al citado  sirviente degollado  desangrándose y, a su lado,  un montón de papeles era pasto de las llamas. Si existió tal testamento quedó en el anonimato.

El 11 de diciembre del año 1.474,  aquejado de fuertes dolores,  fallecía en Madrid  don Enrique  en brazos de su hija Juana.  Isabel es nombrada reina de Castilla y León, en contra de parte de la nobleza,  lo que desencadenó una guerra entre los partidarios de Juana, apoyada por Portugal y los de Isabel apoyada por  Aragón.  La  guerra de Sucesión terminó en  1.479 con victoria de  Isabel y  la sumisión de Andalucía y Extremadura. Lo primero que hace la nueva reina muy acertadamente es  someter a la nobleza a su autoridad. Fue el primer paso para la unificación de todos los reinos, que posteriormente dio lugar  al  reino de España.  Poco después de acabada la guerra civil,  al morir Juan II de Aragón, se produjo la unión de los dos reinos, bajo el mando de  Isabel y Fernando, que fueron   nombrados   Reyes de Castilla y de Aragón,   pasando  a   la historia como los Reyes Católicos.




                                                                                              Julio Liberto Corrales.

           







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