Este relato original de mi entrañable amigo, Antonio Rodríguez Martín, es autobiográfico y en él se refleja claramente su indomable espíritu aventurero que siempre, desde muy pequeño --éramos ya entonces amigos-- vivía como un proyecto y un objetivo de su vida.
CUADERNO DE BITÁCORA
Son casi la seis de la tarde de un veinticinco de Enero de 1961, cuando me encuentro formando cola en el puerto de Barcelona, en espera de embarcar con destino al Perú a bordo del “Américo Vespucci”, una nave italiana que ha llegado procedente de Génova y cuyo destino final es Valparaiso, Chile.
Un ir y venir de pasajeros ajetreados, carretillas cargadas de maletas y baúles, gente despidiendo a sus familiares y amigos, se sucede alrededor del barco. Repitiendo a Machado, yo también voy “ligero de equipaje”: dos maletas, una grande, con ropa, y la otra, mas pequeña, con otras pertenencias, incluidas mi colección de sellos, que no he querido abandonar a un destino incierto y que aún conservo, aunque desde entonces poco tiempo les he dedicado.
Mientras llega el momento de subir a bordo, entablo conversación con el señor que me precede; un hombre cincuentón, muy moreno, con bigote y de pronunciado acento catalán. Se trata del Sr. Pámies, que va también a Lima. Su hija se acerca, conversamos y, al saber que también voy al Perú, me pide por favor que haga compañía a su padre durante el trayecto, ya que es la primera vez que sale del hogar familiar hacia un destino tan lejano, y a esa edad. Es un técnico en la industria del plástico, contratado por una empresa peruana, uno de cuyos accionistas es un médico catalán residente en Perú.
Yo voy al Perú a la aventura; en realidad, nunca me he sentido el clásico emigrante. He dejado por propia voluntad mi puesto en el Banco de Bilbao, luego de quince años de labor en Tánger y ocho meses en el Servicio Extranjero, en Madrid, pues mi mente siempre estuvo más allá de un lugar en la banca. Se negaron a concederme la excedencia; los motivos ya no importan.
Fue una decisión largo tiempo meditada y obsesiva, hasta que se presentó la ocasión: el fin de la banca española y extranjera en el Marruecos independiente. No estaba en mi pensamiento quedarme en la nueva entidad que se formó: el Banco Hispano Marroquí, ya que los aires que se empezaban a respirar en la nueva nación, no me seducían en absoluto. Para mí, en concreto, la ciudad que me vio nacer veintisiete años atrás había dejado de existir: o sea, el Tánger Internacional, cosmopolita, crisol de razas (eso dicen algunos), con sus luces y sombras, con sus problemas por supuesto, pero al fin de cuentas mi ciudad natal, cuyas calles y callejuelas con sus vericuetos conocía al dedillo, cien veces recorridas, pues siempre me ha gustado deambular por los lugares más recónditos de las ciudades en que he vivido, y conocer sus pequeñas historias y anécdotas, aquellas que la gente del común ignora.
La noche de mi marcha de Madrid, tras despedirme de mi mujer—me había casado dos meses antes—, no quise que ella ni ningún otro familiar me acompañara a la estación de Atocha, donde tenía que tomar el tren para Barcelona, a eso de la siete de la tarde. Durante esas horas tenía que estar mentalmente preparado, sentirme fuerte y no mostrar debilidades de último momento. Era una decisión dura; abandonar todo, trabajo, estabilidad, familia, en pos de una quimera. Pero eran mis sueños, culpa en gran parte de aquellas lecturas que durante años me sorbieron el seso, lecturas muchas de los cuales viven en los libros que aún forman parte de mi modesta biblioteca (bastante mermada, pues muchos libros quedaron en Perú al partir definitivamente).
Ya en el andén, vi aparecer inesperadamente, casi corriendo (no fuera a llegar tarde), a mi ex compañero y mejor amigo, Julio Corrales; juntos habíamos compartido años de labor, bromas, tardes de pesca en los muelles, días de playa, excursiones por las afueras de Tánger, etc. algo que nos unió para siempre a pesar de la distancia. No quiso dejarme partir sin un abrazo de despedida.
En el compartimento del tren había otras dos personas cuando entré, charlando sobre sus respectivos destinos: el más joven iba a Suiza, destino preferido entonces para muchos emigrantes españoles: el otro, se dirigía a Salta, ciudad del interior de Argentina, ya en los límites con Chile y Bolivia. Se trataba de un hombre algo mayor que yo, madrileño, de profesión ebanista. El hombre estaba también un poco mohíno y tenía que embarcar dos días después que yo con destino a Buenos Aires. Así que nos alojamos en una pensión cerca de la Plaza de Cataluña y compartimos nuestras vidas durante dos días, para nunca volver a vernos (no digo jamás, porque nunca se sabe).
El día siguiente era Domingo, y para más Inri con respecto a nuestro estado anímico, llovió a cántaros. Paseamos por Las Ramblas y bajamos hasta el puerto. Allí en una plaza estaba (y está) la estatua del almirante de la Mar Océana señalándonos el rumbo que debíamos seguir. Al anochecer, entramos en un cine para ver el estreno de Ben Hur, y sentir de paso como la lluvia aporreaba con furia la cubierta del local. La noche pasó, una larga noche, casi en vela, con pensamientos encontrados, pero no había vuelta de hoja; “las naves habían sido quemadas y tenía que partir rumbo al soñado Imperio de los Incas”.
El “Américo Vespucci” abandonó el puerto de Barcelona, ya completamente de noche, en demanda del estrecho de Gibraltar. Tras acomodarnos en el camarote asignado, poco después sonó la campana llamando a la cena. La mar estaba picada por el viento de levante y las olas golpeaban el barco, meciéndolo con fuerza. Abandoné el comedor y me asomé con precaución a la cubierta, agarrándome firmemente, ya que la nave se inclinaba ora a babor, ora a estribor, mientras veía salpicar la espuma de las olas que rompían con furia contra la proa. Aparecieron también algunos pasajeros afectados por el mareo y pronto comenzaron a vomitar. Otros miraban, al igual que yo, como el barco estaba a punto de abandonar el Mediterráneo De pronto surgieron luces de ciudades a ambos lados del buque—África a un lado, al otro Europa (Espronceda)—, pero mis ojos sólo estaban fijos en las que titilaban a babor: las de Tánger. Largo rato permanecí así, acodado en la borda, mientras desfilaban innumerables recuerdos por la mente, hasta que las luces fueron perdiendo intensidad y se difuminaron en la distancia. Eran el ultimo eslabón que me ataba al pasado.
El día siguiente amaneció en pleno Atlántico, con ciertas brumas matutinas; un día gris y desapacible. Se hicieron fotos a los pasajeros. El levante continuó toda la jornada más allá del golfo de Cádiz, pero un día más tarde la mar se sosegó, el azul del cielo se hizo mas intenso y comenzamos a conocer mejor a nuestro compañeros de travesía, que irían dejándonos a los largo del viaje según sus respectivos destinos.
Uno de ellos era un chico madrileño con el que compartía camarote; iba Bogotá, contratado por una editorial, creo que como linotipista o algo así. Hicimos buenas migas y junto con Pamíes formábamos grupo. Había también otros españoles, dos parejas de chilenos-alemanes, no se si de nacimiento, aunque sus esposas si lo eran. Cada vez que veo al entrenador del Madrid, Schuster, su forma de hablar, etc. me recuerda a uno de ellos. También varios libaneses y palestinos residentes en Chile, que regresaban de sus países llevando a algún familiar para trabajar en sus negocios, generalmente de textiles; varias jóvenes italianas, de aspecto y vestimenta pueblerina, recién casadas por poderes—según supe—cuyos maridos vivían en Venezuela y que estaban acompañadas por una señora de más edad, probablemente familia de alguna. El grupo aparecía por la tarde en cubierta, mientras los marineros les dedicaban piropos a veces subidos de tono. También iban a bordo cinco o seis pescadores cubanos que regresaban a su tierra, porque su barco se había averiado en las Canarias. Uno, mestizo de chino claramente, se unía a nosotros por las tardes para echar una partida de cartas, hasta que nos llamaban a cenar. Todos ellos acostumbraban a reunirse con los españoles.
Entre los demás españoles, no puedo dejar de mencionar a Juanito, un muchacho no tan muchacho, natural de Algámita, en la provincia de Sevilla. Un tipo peculiar, casi analfabeto, pero con una confianza increíble en su persona. No tenía complejos, nada era imposible para él. Su mayor afán era ser torero. Era un tipo bajito y esmirriado, con cara de cierto retraso mental. Conocía media Europa. Trabajando en lo que fuera había estado en Francia, Suiza, Bélgica, Holanda y donde no me acuerdo ya (poco después regresó a España y un buen día me llegó una postal suya desde Escocia). Mientras duró el viaje no tuve mayor contacto con él, que el saludo normal entre un pasajero y otro. Recuerdo, asimismo, a un matrimonio rumano, de cierta edad. Ella era doctora, gerontóloga quiero recordar, e iban a Bogotá. Con el marido jugué varias veces al ajedrez; desde luego mis conocimientos eran elementales y perdí en todas las ocasiones, de forma a veces humillante, ya que él era un excelente jugador. Hice una particular amistad con un italiano, Andrea Rossi, natural de Génova, profesor de acordeón, que había vivido varios años en Chile y Caracas. donde tuvo una tienda de instrumentos musicales, y que luego de un tiempo con su familiares en Italia, regresaba a América, pero ahora su destino era Perú. A veces sacaba su acordeón y se ponía a tocar, mientras formábamos coro a su alrededor.
Un personaje curioso el amigo Rossi, con el que seguí manteniendo contacto durante el tiempo que permaneció en Lima, hasta que tomó otros rumbos. Veinte años después reapareció y vino a verme, después de averiguar mi nueva dirección; vivía por entonces en Córdoba (Argentina), dedicado a buscar caracoles exóticos para venderlos a museos de su país, según me contó, algo ciertamente extraño desde luego; no en vano, mi mujer siempre sospechó de sus actividades: ese Rossi debe ser un espía; fíjate—me decía— que siempre que hay acontecimientos políticos relevantes en algún país latinoamericano, aparece por allí (era la época de la guerra de las Malvinas). Además, ¿tu crees que alguien puede ganarse la vida vendiendo caracoles? Anda mujer—contestaba yo-- tu siempre tan suspicaz, ja, ja. Nunca más supe de él
Por cierto, la primera comida china que degusté fue por invitación de Rossi, meses después de nuestra llegada. Había regresado de otro viaje a Italia, después de estar en Colombia para comprar esmeraldas; las llevó a Génova, donde su hermano se encargó de venderlas con buen beneficio, según la carta que me enseñó. Así que, para celebrarlo, nos invitó a mi mujer y a mí al mejor ”chifa” (como llaman en Perú a los restaurantes chinos) que había entonces en Lima, el Kuo Wa, en la Plaza de Armas.
Siguiendo con el viaje, nuestro primer destino fue la isla de Tenerife. Un mediodía, cuatro días después de nuestra salida de Barcelona, vimos aparecer la masa rocosa y de verdor exuberante de la isla, la que rodeamos hasta atracar en el Puerto de la Cruz. Mis recuerdos son bastantes vagos: el puerto, un parque con palmeras, un puesto donde vendían cocos, subir por una cuesta donde vi en una plazoleta un centenario drago, árbol mítico canario por su savia roja conocida como “sangre de drago”, especie de panacea para todo los males; y ya, en la parte baja, mirando a la bahía, estaba el famoso cañón que arrancó un brazo al almirante Nelson, cuando fue derrotado en su intento de tomar Tenerife en el año 1797.
Hice una visita a un comerciante indio, cliente del banco en Tánger, Chandiram Mulchand, con el que había mantenido cierta amistad. Cuando partí para Madrid, me dio su tarjeta de visita por si un día iba a Tenerife, donde estaba la casa matriz administrada por su hermano mayor, Girdarimal. Así que tuve la curiosidad de ir a ver al hermano, pero cual fue mi sorpresa cuando fue el propio Chandiram, precisamente, quien apareció ante mi vista. Sus ojos saltones y un tanto bovinos me miraron con asombro y una amplia sonrisa iluminó su ancho rostro. Charlamos un rato: las cosas no marchaban bien en Tánger; el comercio había decaído, pues las medidas económicas adoptadas por el gobierno de Rabat no habían sentado bien, algo lógico por lo demás para los comerciantes, teniendo en cuenta que cuando era ciudad internacional no se pagaban impuestos, los derechos aduaneros eran bajísimos, cada quién contrataba y despedía a sus empleados cuando le venía en gana, sin finiquitos, no había seguridad social, ni jubilaciones, ni nada por estilo. Pero ahora todo empezaba a cambiar. Ante esta situación y un futuro incierto para los extranjeros, pues la interna-cionalización estaba condenada, la gente inició la marcha, una marcha sin retorno para la mayoría.
Partimos de Santa Cruz al atardecer rumbo a La Guaira. Durante siete días sólo vimos agua, cielo, peces voladores y delfines. Por suerte, el tiempo estuvo excelente. Alquilé una tumbona por 100 pesetas, y después del desayuno salía a cubierta y me tendía a la bartola, bien con un libro en las manos, conversando con mis compañeros o, simplemente, dejando correr mi vista por el océano infinito hasta el horizonte, donde se unía con un cielo azul sin mácula.
Una mañana, se me acercó un matrimonio español, profesores de castellano que iban a Colombia, sabedores por conversaciones anteriores de que yo hablaba francés medianamente, y me presentaron a un hombre de esa nacionalidad, que tenia algo de “mono” por hablar su lengua. Hicimos cierta amistad y conversamos de diversas asuntos, apoyados en la baranda del barco o sentados en las tumbonas. Así supe que su nombre era Robert Vergnes, espeleólogo, cinturón negro de yudo, pintor, escalador, escritor, etc. No hacia mucho había estado en Guatemala, explorando unas cuevas donde halló un lote de figuras de terracota precolombinas, huacos como se les llama en Perú. Tanto éstas, como otras que había obtenido en Costa Rica en anterior ocasión, las llevó a Francia donde consiguió venderlas. Ahora regresaba nuevamente a Costa Rica para dirigirse a la isla de los Cocos, en busca de tesoros escondidos por piratas en el pasado. En esos tiempos, en la mayoría de los países iberoamericanos no existía una legislación adecuada para impedir el tráfico de piezas precolombinas, salvo que fueran de oro. Además, siempre quedaba el soborno a las autoridades aduaneras.
Estábamos ya cerca de las costas americanas, cuando oí por la radio del barco que unos días antes, un capitán portugués llamado Henrique Galvao se había apoderado en alta mar del trasatlántico luso Santa Maria, que cubría la ruta regular Lisboa-La Guaira, como señal de protesta contra el gobierno de Salazar. No llegamos a cruzarnos con ellos. Días más tarde conocimos el final de la aventura, con el internamiento del barco en Recife, a donde había sido desviado, pues el presidente brasileño Janio Quadros había concedido el derecho de asilo a los revolucionarios portugueses y españoles que formaban el comando.
Por cierto, durante esos días en alta mar hice mi primer “negocio” americano. En efecto, gane unos cuantos dolares, diez o doce, vendiéndole unos sellos de los que tenía repetidos a un griego que vivía en Estados Unidos y que desembarcaría en Panamá para tomar otro barco con rumbo a su destino.
Por fin avistamos la costa colombiana, con su vegetación lujuriosa; en un momento dado apareció ante nosotros una inmensa mancha marrón en medio del mar, de varios kilómetros: era el caudal que vertía en el océano el río Magdalena, esa vena de agua coprotagonista de la futura novela de García Marquez “El Amor en los tiempos del Cólera”.
Luego el mar Caribe y La Guaira, el principal puerto de Venezuela, rodeada por cerros llenos de vegetación, salpicados de ranchitos multicolores. Eran tiempos difíciles para la emigración. El país estaba saturado de trabajadores europeos—principalmente italianos, españoles y portugueses—llegados durante el mandato de Marcos Pérez Jimenez, el dictador que modernizó a Caracas y transformó las infraestructuras del país, convirtiendo a Venezuela en uno de los países mas modernos de Suramérica, gracias a la bonanza que aportó al país sus inmensas reservas de petróleo. Pero el dictador fue derrocado por un levantamiento popular y los extranjeros no eran vistos con muy buenos ojos. Como me contó Rossi, que vivió de cerca los acontecimientos, los opositores salían a las calles portando carteles donde podía leerse: “Con las tripas de los italianos vamos a hacer sogas para ahorcar a los españoles”.
Tras la caída de Pérez Jimenez, la situación económica del país comenzó a deteriorarse y el gobierno de turno debió tomar medidas a fin de detener el constante flujo migratorio, impidiendo el desembarco de inmigrantes, que eran devueltos a sus países de origen.
Cuando atracó el barco y luego de las formalidades aduaneras de rigor, desembarcaron los venezolanos y extranjeros residentes que volvían de pasar unas vacaciones en Europa, mientras otros pasajeros intentaban obtener el permiso correspondiente para visitar Caracas. Vi que casi todo el mundo abandonaba la aduana, mientras que el agente que me tenía que otorgar la autorización me la negaba, pese a insistirle que mi destino era Lima, como lo atestiguaba mi pasaje y el visado peruano; pero nada, al tipo se ve que no le caí bien y se empeñó en amargarme el día. Sin embargo, yo no me dí por vencido e insistí tanto que, al fin, me dijo que fuera a solicitar el permiso a su jefe, que se encontraba en una sala con otras autoridades portuarias tomándose unos tragos. El inspector no puso el menor reparo cuando le informe de mis deseos, tras mostrarle el pasaje, y ordenó al subalterno que me diera el permiso correspondiente.
Finalmente en tierra, al pie del barco me encontré con el matrimonio rumano, mi compañero de cuarto (Vicente se llamaba) y la pareja de profesores españoles que estaban en espera de algún otro viajero que quisiera ir a Caracas, en un taxi que habían contratado propiedad de un español, para que así les saliera más barato el pasaje.
Anocheciendo ya, subimos a Caracas pasando por un largo túnel perfectamente iluminado; solo me faltaba sacar la cabeza por la ventanilla para respirar el aire del Caribe; me sentía como embelesado, estaba en Venezuela, la “tierra prometida” con la que también había soñado un día. Caracas, con sus titileantes luces, carreteras modernas e inmensas por donde circulaban lujosos coches; la Plaza Bolívar, donde fui a depositar una carta para mi mujer; caras blancas (éstas mucho menos), cobrizas, mulatas, zambas y negras por doquier. El taxista nos llevó a ver una nueva avenida en la que aparecían estatuas de libertadores, y desde un altozano vimos subir el funicular que lleva el Cerro Ávila—desde donde se observa el magnífico panorama de la capital a sus pies—, pero no teníamos mucho tiempo, así que desistimos de subir.
Fuimos a ver uno de los orgullos de los caraqueños de entonces: el emblemático Hotel Tamanaco, con su inmenso e iluminadísimo vestíbulo repleto de gente a esas horas; nos asomamos a sus jardines, donde al borde de la piscina se veían numerosas parejas sentadas a las mesas bebiendo cócteles y, en el aire, una música suave que envolvía la noche tropical. La gente nos veía pasar con cierta curiosidad, pues nuestra indumentaria desentonaba en aquél lujoso ambiente (yo iba con un simple vaquero y camisa blanca), y escuché decir: “deben ser tripulantes de algún barco extranjero”. Regresamos al puerto al borde de la madrugada. Me costó conciliar el sueño.
Partimos rumbo a la isla de Curazao, en las Antillas Holandesas. En unión de Pámies, el francés y Vicente, mi compañero de cuarto, bajamos a conocer la capital, Willemstad. La ciudad parecía un cromo, con sus casitas de estilo holandés, sus calles extremadamente limpias, muy animada, con su gente mayoritariamente de color. Algo totalmente nuevo para mi. No me imaginaba la cantidad de ciudades holandesas que iba a conocer cuarenta años después.
Aquí, lo imprevisto, la casualidad de nuevo, lo que menos me podía imaginar a tantos kilómetros de distancia y en semejante lugar. Cuando paseaba por la calle principal, de pronto un rostro vagamente conocido. Retengo el paso y veo que la persona que viene hacia mí hace lo mismo, y me mira fijamente: se trataba de un indio que había sido apoderado de la casa Kishu Mirani en Tánger, cuyo local estaba en el Zoco Chico. Aunque nos conocíamos relativamente, nos paramos a conversar un rato; se sorprendió, al igual que yo, lógicamente, de encontrarnos en un lugar impensado por ambas partes. Había sido trasladado a la isla, donde los indios poseían prósperos comercios.
Por la tarde entramos en un bar a tomar unas cervezas, e iniciamos conversación con un par de negros que estaban acodados en el mostrador; nos dijeron que eran tripulantes de un barquito de cabotaje que comerciaba con la cercana Venezuela. Aunque entre ellos se expresaban en la lengua criolla de la isla, el papiamento, hablaban perfectamente el español, aunque con acento caribeño.
Abandonamos Willemstad al anochecer. Como viajaba en clase turista, teníamos los camarotes bajo cubierta, por lo que nos llegaba el rumor amortiguado de los motores del barco, pero como estaba algo cansado, no tarde en dormirme. Desperté al amanecer y noté que no se oía el ruido de las máquinas. Miré por el ojo de buey y me quedé sorprendido: tenía nuevamente ante mis ojos el puerto y las casas de Willemstad. La nave había regresado a puerto debido a problemas en la sala de maquina y volvería a salir tan pronto estuvieran resueltos.
Así que volvimos a recorrer la ciudad, después de desayunar, y ya al atardecer, cuando estábamos esperando la hora de embarcar, vi a mi amigo el francés que, de pronto, se puso a escalar un talud casi vertical que daba a la carretera, solo ayudándose de manos y pies, con grave riesgo de romperse la crisma, pero era un tipo experimentado.
Entretanto, nuestra vida a bordo se desarrollaba al compás de cierta monotonía: desayuno aceptable, con huevos duros incluidos, almuerzo regular, principalmente pastas y, si no las querías, recuerdo en particular una lentejas horribles, aguadas, sin sabor casi, acostumbrado como estaba a comerlas riquísimas en casa, bien aderezadas y con sus buenos trozos de chorizo. La merienda también estaba bien, con sus pastelitos, y luego, la cena. Por lo demás, conversación en la cubierta o en el amplio salón acristalado, tomando a veces una copa de chianti o una gaseosa que adquiríamos en el bar, etc. y ver sólo agua y cielo tendido en la tumbona, ahora ya en menor medida, pues las costas americanas estaban prácticamente al alcance de la vista, como lo demostraban las numerosas aves marinas que revoloteaban alrededor del barco, para ingerir los desperdicios que arrojaban desde las cocinas.
Un día después, al atardecer, apareció Cartagena de Indias, la heroica y sufrida ciudad que, a lo largo de los siglos, soportó asedios y saqueos por parte de las potencias enemigas de España y de la piratería del Caribe. Pero su mayor gloria iba a tenerla en 1741, cuando después de resistir durante varias semanas el cañoneo de la poderosa flota inglesa del almirante Vernon, compuesta por mas de 180 barcos y 26.000 hombres, cuyas fuerzas sextuplicaban las españolas, éstas, comandadas por el heroico marino Blas de Lezo, infligieron una humillante derrota a Vernon, que impotente, se retiró con su flota gravemente dañada (perdió casi la mitad de sus naves) y con un saldo de 9.000 muertos y siete mil heridos—muchos de los cuales fallecieron después—, poniendo rumbo a Jamaica para lavar sus heridas. Por cierto, otros de los que mordieron el polvo en esa ocasión, fue un hermano de George Washington y los dos mil y pico de soldados yanquis que aportó al intento de invasión. Cartagena era la llave de las Indias, y su caída hubiera dejado el paso libre a los ingleses para apoderarse del resto del Imperio Español.
Al atardecer, el transatlántico entró al puerto por la Boca Chica, pasando ante los imponentes fortificaciones de San José y San Fernando, donde, desde las escolleras a sus pies, un tropel de muchachos negros se zambullían para recoger las monedas que los pasajeros arrojaban a las aguas de la bahía.
Despues de cenar, Robert Vergnes y yo salimos a visitar Cartagena; enfilamos por la explanada que había luego de las instalaciones portuarias hacia las primeras casas. Allí nos indicaron en que dirección estaba el centro de la ciudad; pasamos por modestas casitas con jardín delantero, donde sus moradores disfrutaban del relativo frescor del anochecer tendidos en sus hamacas. El centro estaba desierto, todas las tiendas permanecían cerradas y no había un alma; pasemos por sus calles admirando las viejas casas coloniales con sus balcones de madera; seguimos mas allá hacia una amplia explanada, ésta si llena de vendedores ambulantes de frutas y comidas, con sus carretillas, y un público heterogéneo. De algunas bares cercanos salían los sones de la cumbia.
Ya de regreso al barco, nos detuvimos en un bar de las cercanías del puerto, uno de esos clásicos bares que han existido en todos los puertos del mundo, para tomar una cerveza. Era un local atendido por mujeres, varias de las cuales no dejaron de mirarnos con intención, esperando algún signo de complicidad, pero el único interés por nuestra parte era saborear unas cervezas. Yo, por lo menos, no me sentía con ganas de que nadie me recordara después, sin ser marinero ni tan rubio, como en la copla de Concha Piquer “Tatuaje”. Bueno, es una broma.
Durante la travesía nos habían informado de que en el puerto cartagenero eran muy solicitadas las manzanas chilenas que nos daban como postre, y por un par de ellas nos entregaban una cría de caimán disecada o unas maracas. Así, la mañana antes de partir, por tres manzanas me dieron un saurio de casi un metro de largo, de color verde— también los había marrones—, que durante mucho tiempo tuve en mi casa de Lima como adorno. En aquella época abundaban los caimanes en el río Magdalena.
Salimos de Cartagena, por mi parte con cierta decepción por no haber podido visitar el castillo de San Felipe de Barajas, por falta de tiempo. Allí se consumó la total derrota británica, cuando en una salida desesperada, Blas de Lezo decidió arremeter a campo abierto contra los atacantes, empujando hasta el mar a los que lograron sobrevivir a la matanza.
Llegamos anocheciendo al puerto panameño de Cristóbal, a la entrada del canal. Saltamos a tierra y nos dirigimos a la calle principal, en la zona franca, donde a pesar de la hora se veían varias tiendas abiertas, casi todas propiedades de indios, así como varios bares de aspecto parecido a lossaloon del lejano oeste, con sus medias puertas batientes. Iba con el amigo Pámies y después de recorrer de arriba abajo la calle, nos desviamos por una zona con soportales, completamente desierta; entonces, desde un taxi en marcha llamó nuestra atención su conductor, advirtiéndonos que no se nos ocurriera seguir, pues nos exponíamos a ser asaltados. Así que regresamos.
A la mañana siguiente desembarque y pase a la zona estadounidense, dirigiéndome a la estafeta de correos para enviar una carta a mi mujer. La diferencia con la parte panameña era considerable: calles con las veredas ajardinadas, muy limpias, casitas de estilo norteamericano, con sus jardines, sus vallas blancas, etc. Ese día no pudimos pasar el canal, ya que había otros barcos por delante de nosotros. Robert Vergnes había desembarcado en Cristóbal, para continuar viaje a Costa Rica, tras despedirse de nosotros. Mientras, el barco se retiró del puerto y fondeó en la bahía, en espera de ser autorizado a iniciar las maniobras para atravesar el canal. Era una mañana hermosa, sin excesivo calor, y un mar en calma.
Cuando llegó el momento, el barco penetró en la cámara que iba a elevarlo para permitirle la travesía por el itsmo. Un espectáculo para recordar de por vida, que valía por casi todo un viaje. El agua para subir y bajar las naves en cada juego de esclusas se obtiene por simple gravedad del inmenso lago Gatún, uno de los reservorios de agua artificiales más grande del mundo, formado por una represa sobre el río Chagres. Los barcos son remolcados de una cámara a otra, mediante potentes locomotoras eléctricas que operan desde ambos lados de las esclusas. Son esenciales para que el tránsito sea seguro, ya que, además de remolcar, frenan y mantienen al buque en la posición correcta con relación a las estructuras de las esclusas, por cierto una idea de Gustave Eiffel, ya que Lesseps pretendía un canal a nivel del mar.Precisamente, los empréstitos para la fracasada obra de Lesseps, ayudaron en buena medida a Eiffel para construir su torre.
Tardamos entre nueve y diez horas en atravesar el canal, soportando, ahora si, un calor húmedo y pegajoso a través de las marismas, donde vimos alguna iguana. El buque pasó el ahora llamado corte Gaillard (antiguo Culebra), la esclusa de Pedro Miguel y la de Miraflores, cuyas compuertas son las más altas de todo el sistema y que bajaron el barco a nivel del Pacifico, mientras veíamos las luces de Balboa, a la salida del canal. Mi imaginación me inducía a ver a Vasco Nuñez de Balboa penetrando en la Mar del Sur, con espada y estandarte en las manos, para tomar posesión de ella en nombre de los reyes de Castilla. El conquistador extremeño, nacido en Jérez de los Caballeros, había sido paje de Pedro Portocarrero, señor de Moguer. Hijo de Nuño Arias de Balboa, éste apellido por el castillo de Balboa, cerca de Villafranca, en León, según se cree. Se desconoce el nombre de la madre de Vasco.
Por fin estábamos en el más grande de los océanos y el fin del viaje se aproximaba; los días pasados había procurado, no siempre con éxito, sobre todo por las noches, dejar de lado temores y vacilaciones sobre el incierto futuro que me aguardaba a 10.000 kms de distancia de mi vida anterior, sin trabajo, escasos de fondos, una esposa intranquila y expectante, y un mundo desconocido. Pero—me decía a mi mismo—¿acaso no eran estos tus deseos? pues ya no hay vuelta atrás.
Todavía nos quedaban un par de escalas antes de llegar a la capital peruana. La primera, Buenaventura, el principal puerto de Colombia en el Pacifico. Una ciudad que no podría definir con exactitud, ya que mis recuerdos sobre ella son sumamente borrosos. Lo más claro que tengo es que compré una postal de la ciudad, para enviarla a mi mujer, en una modesta tienda atendida por una señora, y que tomamos unos refrescos en un bar repleto de noctámbulos, con música caribeña a todo dar. Según supe años más tarde, cuando ampliaba mis conocimientos sobre la historia de la Conquista, Buenaventura fue fundada por el piloto Juan Ladrillero, natural de la villa onubense de Moguer, quien participó en el viaje de Pascual de Andagoya. Recibió ese nombre por conmemorarse el día de su fundación la fiesta de San Buenaventura.
El chico madrileño que compartía camarote conmigo, desembarcó aquí para dirigirse en avión a Cali y después a Bogotá, donde iba a trabajar en una editorial. Pámies y yo le acompañamos, a altas horas de la noche, al modesto campo de aviación, cuyas instalaciones estaban prácticamente vacías. El calor era fuerte y se oían los sonidos de los grillos y otros insectos en la noche tropical. Pronto oímos el ronroneo del pequeño aparato. Nos íbamos quedando solos.
Por fin alcanzamos la línea ecuatorial. Aquella noche hubo baile a bordo, como es costumbre. Llegamos a la noche siguiente a la isla ecuatoriana de la Puná, en el golfo de Guayaquil, pero no desembarcamos, pues el barco fondeó en la bahía. Por la borda vimos llegar un enjambre de canoas, cuyos tripulantes venían a vender frutas y verduras frescas para la despensa del barco, mientras adquirían brandy “Fundador”, pañuelos de colores para mujer y otras baratijas que los tripulantes del barco acostumbraban vender, para ganarse un extra. Nos advirtieron que tuviésemos cuidado en cerrar con llave nuestros camarotes, ya que aquellos individuos en más de una ocasión habían desvalijado las pertenencias de algún pasajero, pues aprovechaban la subida al barco para recorrer los pasillos con toda impunidad, ante la total indiferencia de la tripulación.
El barco partió de madrugada; al levantarme vi a mi izquierda la estrecha faja costera peruana semidesértica, donde a veces aparecía una mancha verde, allí por donde fluyen los no muy caudalosos ríos que bajan de los Andes—que se yerguen paralelos a la costa—, y donde a través de la historia se fue estableciendo el hombre. En algunos lugares también se observaban construcciones de adobes semiderruidas, de época preinca, mochicas o chimúes.
El especial clima de la costa peruana, con lluvias escasas y débiles por lo general (la garua), es consecuencia de la corriente fría de Humboldt, que llega desde la Antártida y da lugar a la enorme riqueza pesquera del Perú. Por lo general, las temperaturas no son extremas en la costa, aunque sobre todo en Lima los índices de humedad son altos.
Las ondas de una emisora peruana sonaron a través de los altavoces del barco: “aquí Radio América, transmitiendo desde Lima, Perú”. El barco enfiló hacia el puerto de El Callao, de cuyos alrededores surgían columnas de humo procedentes de las fabricas de harina de pescado, con su particular tufillo. La primera impresión no fue muy agradable. El Perú vivía entonces el boom de la pesca de la anchoveta (especie de boquerón). Habíamos llegado a nuestro destino, luego de 21 días de travesía. Mi vida comenzaba una nueva y definitiva etapa.
(1) Años después de mi encuentro con Vergnes, ojeando una mañana un ejemplar de Paris Match en la oficina, me encontré con un amplio reportaje sobre este personaje. Unas fotografías le mostraban casi desnudo en una playa de la isla de los Cocos (Costa Rica). Había permanecido varios meses allí, cual moderno Robinsón, alimentándose de lo que encontraba para sobrevivir, hasta que lo recogió un barco que pasó por la inmediaciones.
Su aventura comenzó cuando, en compañía de dos compatriotas, había ido a la isla a buscar uno de los tantos tesoros que las leyendas dicen que fueron ocultados por piratas, pero la lancha que los llevaba naufragó y los dos franceses se ahogaron. La esposa de uno de ellos había solicitado una investigación a las autoridades, pues tenia sospechas sobre la versión ofrecida por Vergnes. No sé que resultó de la misma.
Vergnes murió en 2004 en París, donde tenia una tienda de antigüedades de objetos precolombinos, según supe a través de Internet, cuando no hace mucho me dio por averiguar que había sido de él.
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