viernes, 31 de agosto de 2018

VIAJE EN BUSCA DEL AMANECER. Autor, Antonio Rodríguez Martín


                  VIAJE EN BUSCA DEL AMANECER      



             
        Puede parecer una fantasía, una tontería tal vez, decir que un día, de hace más de medio siglo, me levanté con el propósito de ir en busca del amanecer, cuando tanta gente se levanta diariamente con el alba, para ir, no en busca del amanecer, sino para ganarse el sustento. Y, sin embargo, en cierto modo, así fue, como explico más adelante.
        Yo mismo madrugaba muchos días, por aquel entonces, a eso de las cuatro, aún noche oscura en las solitarias calles por las que transitaba, ya que a las cinco tenía que abrir, si me tocaba turno, la oficina en Lima de una de las grandes agencias de prensa internacionales donde trabajaba, como  traductor y luego jefe de redacción, desde mi llegada al Perú. Hacía ocho meses había dejado el Tánger de mi nacimiento, donde viví 27 años, debido a las circunstancias derivadas de la independencia de Marruecos, ese Tánger más vituperado a veces, que alabado. La labor comenzaba tan temprano debido a la diferencia horaria entre Europa y América del Sur, ya que las noticias de todo el mundo tenían que estar, a primera hora, a disposición de noticiarios y periódicos, alguno de ellos vespertino.
     De esas madrugadas, todavía sigue sonando en mi inconsciente la música que salía de un par de chinganas (cantina de poca monta), propiedad de japoneses o chinos, donde algunos noctámbulos apuraban las últimas horas de la noche, sentados ante unas botellas de cerveza vacías o medio vacías, ya cabeceando, ya con la frente hincada literalmente en la mesa o, incluso, sobre un plato de cebiche a medio consumir, como presencié en una ocasión. Dos canciones eran clásicas por los repetidas, pues rara era la vez que no las oyera al pasar: la cumbia “Quiero amanecer con la manta en el hombro” o la voz inconfundible de la cubana Xiomara Alfaro, entonando su éxito del momento “Moliendo café”; mientras yo seguía mi camino, la garua (llovizna) caía intermitente y la humedad se colaba a través de la ropa. Cada vez que escucho alguna canción de esa época, regreso en el tiempo y una llamarada de nostalgia se apodera de mí. 
         Es curioso como oír, inesperadamente, las notas de una melodía o de una canción olvidada, pueden retrotraernos a momentos adormecidos en nuestra memoria, pero que de pronto afloran como si acabaran de ocurrir. Quizá no sea tanto—pienso—por aquellas vicisitudes, generalmente las más agradables de nuestro pasado, pues las otras es mejor dejarlas encerradas bajo siete llaves, sino más bien por el recuerdo inconsciente de una añorada y perdida juventud. 
         Desde mi llegada a Lima, el 16 de Febrero de 1962, salvo tres o cuatro días en que me alojé en la “Pensión Belén” en unión de Andrea Rossi, un genovés con el que hice amistad durante el viaje desde Barcelona--a bordo del Américo Vespucci”--, el resto del tiempo (salvo los dos últimos meses, hasta que llegó mi mujer), lo pasé en la “Pensión Boliviana” de Doña Lucha Monteblanco, una señora un tanto cucufata, que presumía de alcurnia, pues basándose en su apellido pretendía descender de los Condes de Monteblanco, unos aristócratas del periodo virreinal. Por supuesto, sólo era una pretensión vana, algo por lo demás bastante común entre algunas familias de la pequeña burguesía peruana. Cucufato es un peruanismo que viene a ser algo así como “mojigato”.
    A este nuevo alojamiento me llevó otro compañero de viaje, un andaluz de nombre Juanito, al que encontré en la Plaza San Martín un atardecer, cuando ambos deambulamos por la plaza sumidos en nuestros pensamientos. El se alojaba  en la Pensión Boliviana desde su llegada, y me comentó que también había otros españoles; como la habitación costaba 20 soles diarios menos, y había que economizar, decidí trasladarme allí, en donde encontré un ambiente más distendido y con una "fauna" variopinta de diferentes nacionalidades, como suele ocurrir de costumbre en estos sitios. Por las noches, después de la cena, formábamos tertulia en el amplio patio al descubierto de la casa—junto a la del que fuera presidente del Perú, Mariano Ignacio Prado, en el siglo diecinueve--situado en la segunda planta, bajo las estrellas, aprovechando el todavía buen clima del feneciente verano austral. 
     Normalmente, llegaba a la oficina diez minutos antes de las cinco (la puntualidad es uno de mis “defectos”), casi siempre al mismo tiempo que pasaba el tranvía procedente del puerto de El Callao, tocando la campana y haciendo temblar el suelo con su pesado traqueteo. Estas antiguas lineas de transporte, pintorescas y eficientes en su época, fueron años después erradicadas, “en beneficio del progreso”, por un alcalde que, de paso, mutiló la Lima Cuadrada, el Damero de Pizarro—como era conocido el centro—ensanchando una de sus estrechas calles (el jirón Cuzco) para dar cabida al tráfico de cientos de autobuses y microbuses destartalados que llegaban de la periferia, y que así pudieron cruzar en masa la capital de este a oeste y viceversa, haciendo irrespirable el aire por los gases contaminantes que expulsaban sus tubos de escape. Ello, además, facilitó la llegada de ambulantes y carretilleros indígenas—vendedores de comida in situ, con cocina incluida en plena calle—, convirtiendo el centro de la capital en un lugar sucio y ensordecedor, poco acogedor en suma.
      Mi compañero de labores en esos amaneceres era un personaje mitad chino, mitad peruano, pero con más aspecto de lo primero; una persona amable y simpática (por lo menos conmigo), de modales por lo general suaves y de cuyas actividades fuera de la redacción poco sabía yo en aquellos momentos. Tiempo después me enteré de que aquél con  quien trabajaba codo con codo, era nada menos que alguien—en palabras de quién me lo contó—que “conocía todas las cárceles latinoamericanas por sus actividades subversivas”, y, por cierto, no exageraba. Era un revolucionario de filosofía maoista, embarcado en la lucha social por un cambio profundo de las estructuras—en muchas partes casi feudales—del Perú, que se había visto obligado a huir y exiliarse en muchos momentos del acontecer político del país, pero cuyo nombre iba a quedar más adelante asociado para siempre a unos de los máximos símbolos revolucionarios del siglo pasado.
     Tiempo después, tras ser apresado por  agentes de la seguridad del Estado y enviado al penal del Sepa, en plena selva central, a raíz de graves acontecimientos ocurridos en la Sierra del suroeste, por la aparición de un movimiento guerrillero—rápidamente abortado—, tuvo que dejar la Agencia. Durante algún tiempo no supe más de mi ex compañero, ya que mis preocupaciones y objetivos eran otros, hasta que un día llegó una noticia que nos dejó estupefactos a los miembros de la redacción, aunque estoy seguro de que a algunos no tanto: se había descubierto que formaba parte del grupo del Ché Guevara en Bolivia, con quién compartió su fatal destino en el pueblo de La Higuera. Hace unos años (en 1997) sus restos aparecieron junto a los del que fuera ministro de economía de Cuba. Su nombre Juan Chang Navarro,  “el Chino”. 
       En realidad, Juanito, como le decíamos—una persona sin preparación física, con tendencia a la obesidad y miope—no era alguien capaz de soportar las penurias de la lucha en la selva; como así fue. En realidad, según me enteré posteriormente, había ido a encontrarse con el Ché para coordinar el envío de un grupo de activistas peruanos, pero el rápido cerco tendido por el ejercito boliviano y sus asesores estadounidenses, le impidió escapar a tiempo. Fue asesinado antes que el Ché. Por cierto, su hermano menor, Marino, que también trabajó conmigo durante algún tiempo, se fue a Guatemala—cuando este país vivía en pleno terror—, sin lugar a dudas para participar en la lucha armada. Desapareció sin dejar rastro.

     La Agencia, desde luego, había visto pasar por su redacción a una serie de personajes de la izquierda, inmersos en los avatares políticos de la época: marxista-leninistas, maoistas, troskistas (uno de ellos había sido secretario particular de la viuda de Trosky en Méjico), castristas, etc., aunque algunos no eran más que  “rabanitos criollos” (por el color de esta raíz, roja por fuera y blanca por dentro), como el ingenio criollo apodaba a los cambiabanderas de siempre.         Cuando llegó la seudo revolución proclamada a bombo y platillo por el general Velasco Alvarado, algunos de ellos ocuparon puestos relevantes, desde asesor del dictador en cuestiones ideológicas (el citado secretario de la viuda de Trosky, que terminó por suicidarse hace unos años, según me informaron), hasta como directores de algunos de los periódicos incautados por el gobierno. Tengo la certeza de que muchos pensaron al verme llegar, de que era “un intelectual huído de las garras del franquismo”. Por cierto, la agencia era conocida en los ambientes periodísticos como "la pequeña Cuba".  


         Por mi parte, desde los ventanales de la oficina, situada en el último piso del edificio “Atlas”, uno de las pocas construcciones altas del centro de la antigua Ciudad de Los Reyes, en aquellos amaneceres veía con expectación elevarse al sol por encima de los contrafuertes andinos, mientras mi imaginación volaba y volaba en alas de la fantasía, tratando de adivinar que otras maravillas me esperaban más allá.
       Una mañana, hojeando la prensa, encontré un artículo que se refería a un curioso y espectacular fenómeno, por mi ignorado: admirar la portentosa “aparición del sol” durante el solsticio de verano, desde un lugar situado a gran altitud en el corazón de los Andes, conocido como “Tres Cruces”, en la provincia del Cuzco. Por supuesto, eso tenía que despertar la curiosidad de una mente calenturienta como la mía, pues no en vano uno de los motivos de mi traslado a Suramérica—el principal, hoy no tengo duda, luego de abandonar Tánger el 31 de Mayo de 1960—era “correr mundo” y poder ver todas aquellas maravillas de la naturaleza, o de cualquier otra índole, que la suerte quisiera poner en mi camino, lo que me llevó a abandonar la seguridad de un empleo estable en uno de los grandes bancos españoles, después de 15 años de labor.     
       Ya a escasos dos años de mi llegada a Suramérica, en febrero de 1961, había realizado mi primera excursión a los Andes; ésta vez en plan familiar, pues me acompañaron mi mujer y un matrimonio amigo y su hija a conocer la Cordillera Blanca, la llamada Suiza Peruana, o sea la región de los grandes nevados, en el Callejón de Huaylas, una de las zonas mas hermosas del mundo. Es allí donde una cadena de famosos picos alzan sus cimas “presididos” por el imponente Huascarán, con sus casi 7.000 metros, y donde existen espectaculares lagunas al pie de los glaciares, como la que visitamos: la de Llanganuco.    
     Durante este viaje entramos en contacto directo con otro de los fenómenos seculares del Perú: los terremotos. En efecto, no sólo vimos con nuestros propios ojos--valga el pleonasmo—las consecuencias de un seísmo anterior, cuando fue arrasada la población de Ranrahirca por un alúd ocasionado por el temblor, con más de 5.000 muertos, sino que sufrimos los efectos de otro de magnitud superior, aunque por fortuna sin consecuencias para nosotros (que pudimos haberlas tenido y graves);  pero esa es otra historia. 
       La segunda de mis “aventuras”, por llamarla de algún modo, fue ir en un vetusto y traqueteante autobús, donde el único extranjero era yo, hasta Pucalpa, localidad selvática del centro de Perú, a orillas del rió Ucayali, después de trasponer la cordillera por un abra a 4.880 metros (por donde pasaba el ferrocarril más alto del mundo; creo que ahora es el segundo), soportando un frío de los demonios, además de las molestias de la altura debido a la escasez de oxígeno (el “soroche” como lo llaman en quéchua). Fue mi primer contacto con un mundo desconocido, pero maravilloso: la inmensa Amazonía.    
        Un mañana, al amanecer, el autobús comenzó a ascender por la Carretera Central; mirando hacia atrás adiviné Lima bajo el techo gris de niebla, consecuencia de la corriente fría de Humboldt, mientras ante nosotros, a menos de quince kilómetros de nuestra partida, se abría otro paisaje diferente, algo más accidentado, bañado ya por los primeros rayos del sol. Mientras seguíamos subiendo veía el cauce del Rimac, el “río hablador”, que nace en los nevados de las alturas, y que atraviesa la Lima colonial de este a oeste. Tras pasar la localidad de Chosica, en aquellos tiempos solaz invernal de los limeños de clase media y alta durante los fines de semana, por su clima seco y soleado, apareció ya a gran altitud (3600 m/s/n/m) un impresionante y abrupto panorama: la cuenca de río Blanco y el puente del Infiernillo, situado éste sobre la carretera que atraviesa el tren que va a Huancayo. La pista va zigzagueando, cruzando túneles, entre impresionantes desfiladeros, cuyas paredes de granito fueron abiertas a golpe de dinamita y por cuyo lado izquierdo (según se sube) baja el Rimac, embravecido y rugiente, saltando sobre las peñas, cuando es época de lluvias en los Andes. Son 132 kilómetros de recorrido desde el nivel del mar hasta los casi 5.000 metros de altura de Ticlio. Casi paralela a la carretera corre la linea férrea en muchos lugares; en otros, se eleva decenas de metros y se pierde entre los varios túneles que horadan los cerros.
     Aquí me encontré ya en una región minera, árida, fría y desolada, sin árboles prácticamente, con lagunas y picos de nieve eternas, cuyos habitantes, condicionados por el medio, mostraban un semblante hosco, triste y resignado (así—pensaba—debían ser los moradores del reino de las sombras, allá en los dominios de Hades o de Nergal) en consonancia con el paisaje, no por ello menos impresionante en su desolación. 
        A lo largo de los años, en numerosas ocasiones fuí con toda la familia en mi coche o carro--como se dice por allá (a veces con otros amigos)- a pasar el día en algunos de los pueblos rurales o mineros que existen a lo largo del trayecto antes de llegar a la cumbre, y acampábamos en los terrenos cercanos para que los niños jugaran y se bañaran en el río, mientras yo intentaba cazar palomas y tórtolas, recorriendo sembrados y matorrales. Mas tarde, almorzábamos en algún restaurante de la carretera: pachamanca, pollo a la brasa, truchas fritas, sancochado, tamales, etc. Para subir la cordillera había que adelantar el encendido del automóvil. a fin de que no se ahogara el motor. y. luego, a la bajada, ajustarlo de nuevo en algún taller del recorrido.  
        Todas estas quebradas y desfiladeros. atravesadas por la carretera y el ferrocarril, fueron, durante la construcción de este último a mediados del siglo XIX, la tumba de miles de obreros infectados por la verruga peruana o enfermedad de Carrión, mal causado por una bacteria transmitida por la picadura del mosquito letzomya verrucarum, endémico en la región, así como por la uta o leishmaniasis, transmitida también por la picadura de otro mosquito, que produce severas lesiones, ulcerando las partes blandas de la cara y llegando, incluso, a causar la muerte si ataca el hígado o el bazo. 
     Siguiendo con el viaje, tras coronar la cordillera y dejar atrás la ciudades mineras de la Oroya y Cerro de Pasco, bajamos hacia la ceja de selva, pasando por Huánuco y Tingo María, rodeados de una explosión de infinitos matices verdes  y de espectaculares paisajes y, como colofón, poco antes de llegar a nuestro destino, la maravilla del boquerón del Padre Abad (nombre del franciscano español que lo descubrió a mediados del siglo 18), un estrecho cañón erosionado a lo largo de siglos por el río Yuracyacu, único paso que comunica la cordillera central con la selva baja a través de paredes casi verticales, de cientos de metros de altura, salpicadas de vegetación por donde caen numerosos chorros de agua. Si hubiera tenido cien ojos, no habrían bastado a mi entusiasmo.
      En Pucalpa, en la riberas del río Ucayali, me alojé en el hotel ‘Mercedes”, administrado por un matrimonio alemán, posiblemente llegados tras la II Guerra, un “cinco estrellas” para el lugar. Mientras esperaba algún barquichuelo que me llevara a Iquitos, uno de mis pasatiempos era ir por la tarde al puerto fluvial, en realidad una barranca lodosa en las márgenes del río, para ver llegar del interior de la selva canoas cargadas con frutas y verduras exóticas, pieles frescas  de tigrillo y caimán, animales vivos como loros, iguanas y monos, etc. Asimismo, fui a visitar un poblado de la tribu de los shipibos situado en Yarinacocha (cocha es laguna), para lo cual alquilé una canoa hecha a partir de un tronco vaciado, cuyo propietario le había agregado un pequeño motor fuera de borda.    
      Como digo, mi destino ultimo era conocer Iquitos, la capital de la Amazonía peruana, lugar que a finales del siglo XIX, en la época del caucho y junto con la brasileña Manaos, fue calificada (por muchos motivos largos de explicar) como la “capital del Infierno Verde”. Después de cuatro días de espera, embarqué en un remolcador que arrastraba una chata, (especie de barcaza plana), cargada de mercancías, que me llevó aguas abajo por el Ucayali, en realidad el alto Amazonas, pues es en su cabecera en los Andes, donde, por encima de los 5000 metros de altura, nace el más caudaloso de los ríos. De su confluencia mas adelante, en la población de Orellana, con las aguas ya juntas del Huallaga y el Marañón, nace el Amazonas propiamente dicho (en otra ocasión tal vez me decida a referir con más detalle este viaje).
     Andar por el Perú en aquellos tiempos no era muy cómodo que digamos, incluso, según que lugares, una autentica aventura. Sólo existían tres carreteras asfaltadas que yo recuerde: la Panamericana y las dos que partiendo de la capital permitían con cierta comodidad llegar a la cima de los Andes; luego todos eran maltrechos caminos de tierra, llenos de baches, que bordeaban alucinantes precipicios, y donde no era raro el año en que no se despeñaba (y se siguen despeñando) algún camión o autobús, causando la muerte a decenas de indígenas ebrios, que volvían de celebrar la fiesta de la patrona del lugar en alguna aldea.
    Así que un buen día decidí que había llegado la hora de conocer “la salida del sol”. Que yo sepa sólo hay dos lugares iguales en el mundo; uno está en Japón, aunque no sé exactamente donde, pero no podía ser de otra manera—aunque parezca una perogrullada—dado que Japón es el “país del Sol Naciente” y Perú, el antiguo “Imperio del Sol”.
       Una madrugada brumosa de Junio de mediados de los sesenta, me dirigí a Arequipa (2335 m/s/n/m) en avión, bella ciudad con sus mansiones e iglesias coloniales, muchas edificadas con sillares de piedra volcánica traídos de las faldas de sus montañas tutelares, el Misti y el Chachani, que les dan un color blanco como si estuvieran encaladas. Entre sus monumentos destaca el Monasterio de Santa Catalina, fundado en 1579 para acoger a las hijas de las familias pudientes con vocación religiosa, o por otras razones menos santas, que se enclaustraban, acompañadas por sus sirvientas, y donde disfrutaban de muchas ventajas que no existían en otros conventos. Es una inmensa ciudadela edificada sobre 20.000 metros cuadrados, con un centenar de amplias celdas y seis calles, parecida en su interior a un pueblo andaluz con sus macetas, rejas y faroles, aunque sus paredes estén pintadas de rosa colonial, 
        Un par de días después partí en tren hacía Puno, en el Altiplano, para conocer el lago Titicaca y visitar unas viviendas de los uros, sita en medio de las aguas (la tambaleante plataforma que constituía el suelo de la mismas, estaba formada por tierra apisonada sobre haces de totoras, o eneas, entrelazados); los uros, un viejo pueblo lacustre, oprimido y despreciado durante siglos por quechuas y aimarás, cuyos míticos orígenes se pierden en el tiempo. A partir de la Colonia, los uros fueron siendo absorbidos paulatinamente por esos mismos quechuas y aimarás, y, prácticamente, han desaparecido como etnia en la zona del Titicaca.
    En Puno, me alojé en el “Hotel de la Estación”, un caserón antiguo, edificado para la inauguración de la linea férrea, casi a finales del siglo diecinueve. Lo que siempre recordaré, fue el frío que pasé aquellas noches. Bajo cuatro gruesas frazadas serranas, con pijama y camisa de franela y pantalón de pana encima, trataba de no volverme hacia un lado u otro de la cama, pues en los costados las sabanas estaban heladas, ya que no existía calefacción y el aire helado de la puna se filtraba por los resquicios de las ventanas, desvencijadas por los años y la falta de mantenimiento. Y ni que decir de las orejas y el resto de la cara. Por suerte, durante el día la temperatura se eleva bastante, tanto que el sol llega a tostarte, dada la diafanidad de la atmósfera y la mayor incidencia de los rayos ultravioletas debido a la altura. 
        Durante mi deambular por la ciudad, tranquila durante el día y silenciosa en las noches, veía pasar a los cholos (al igual que serrano, es sinónimo de indio o mestizo aindiado, aunque también es un término peyorativo) con los labios agrietados por el frío y la sequedad del ambiente, una de las mejillas abultada por el bolo de coca y con la característica espuma verdosa en las comisuras de los labios, producida por el chacchar (o sea masticar incesantemente las hojas, a las que han añadido cal o ceniza de origen vegetal). Sus caras aceitunadas, de ojos almendrados e huidizos, y pómulos salientes, mostraban las características chapas rojas causadas por el gélido clima, mas destacadas en las mujeres, por lo general bastante más agraciadas y de tez incluso más clara. 
        Tras recorrer la ciudad y sus alrededores, a la mañana siguiente partí a bordo de una lancha, que se abría paso entre los totorales repletos de aves acuáticas, para ver a los uros.  Por primera y única vez en  mi vida, hice un corto paseo por las aguas del Titicaca a bordo de una de las pintorescas y originales balsas de totoras. Un día después salí rumbo a Cuzco, junto con el propietario de la agencia de viajes que me había llevado a ver los uros. Me ofreció ir en su vehículo, una landrover, ya que él también tenía que desplazarse a la que fue capital de los Incas. Previo pago, claro está, pero valía la pena por la comodidad, aunque me cóstara algo más.
         A poco de salir de Puno llegamos a Juliaca, uno de los lugares mas inhóspitos que recuerde, una ciudad anodina en medio de la puna llana y helada, azotada por los vientos, pero bulliciosa por la cantidad de cholos que llegaban de sus aldeas para vender sus productos y realizar compras; no en vano es, comercialmente, una ciudad pujante favorecida por las cercanías de la zona franca de Bolivia (ubicada en Desaguadero) y de Arequipa, amén de sus mercados y ferias agropecuarias y artesanales.    


  
        Entramos al Departamento de Cuzco tras cruzar los desolados parajes del abra de La Raya, a más de 4.300 metros de altitud, rodeada de picos nevados, donde el silbido del viento entre los pajonales de icchu parecía el aullido de algún alma en pena. Observé en la lejanía, medio somnoliento tanto por el madrugón, como ligeramente afectado por el soroche o “mal de altura”, la presencia de una manada de esos gráciles auquénidos llamados vicuñas, que huyen rápidamente si notan cerca la presencia humana. 
     Al mediodía hicimos un alto en Sicuani, para almorzar; una ciudad próspera durante el virreinato por su obrajes (fábricas textiles). Pasamos por la laguna de Urcos, a unos 40 kms de Cuzco,  donde dicen que fue fondeada una larga cadena de oro, de un peso incalculable (de 196 metros que “casi doscientos indios no podían levantarla” dicen las crónicas), que el emperador Huayna Cápac mandó fabricar para celebrar el nacimiento de su hijo, el infortunado Huáscar. Precisamente de ahí el sobrenombre de Huascar—palabra que en quechua significa soga o cadena—aplicado al Inca Tito Cusi Hualpa. 
    Esta cadena habría sido hundida en la laguna por orden de Huáscar, para evitar que cayera en poder de su hermanastro Atahualpa, cuando la guerra fratricida por la sucesión. La hipérbole antiespañola lleva a decir a algunos que fue para que los españoles no se apoderaran de ella, pero eso históricamente no tiene asidero. Los españoles ocuparon la capital inca cuando ya Huáscar—que nunca conoció a Pizarro—había sido asesinado en Andamarca por orden de Atahualpa, y el Cuzco arrasado e incendiado por los generales quiteños Quisquis y Calcuchimac, que de paso exterminaron a casi toda la familia de Huáscar y profanaron y quemaron la momia del abuelo Túpac Inca Yupanqui, a cuya panaca (o linaje) pertenecía Huáscar, pero no Atahualpa, algo complicado de explicar en pocas palabras.
        A pocos kilómetros de la llegada a Cuzco está Cachipampa, que quiere decir "llanura de la sal" o  de "las Salinas", llamada así por una  fuente de agua muy salobre y unas pozas rectangulares donde se venía recogiendo ese producto desde hacía siglos; aquí, un 6 de abril de 1538 comenzó el baño de sangre entre los españoles peruleros, sangre que iba a teñir por  muchos años las tierras del Perú, debido al odio entre pizarristas y almagristas, principalmente a causa de la ojeriza que se tenían Hernando Pizarro y Diego de Almagro. La ejecución, tras la batalla, del viejo conquistador, le iba a costar a Hernando pasar los siguientes veinte años de su vida preso en España, en el castillo de La Mota. 


      Por fin, ante mi vista, el Cuzco (Ccoscco; Garcilazo lo traduce como"ombligo"), el centro del mundo inca, en medio de una hondonada flanqueada por cerros donde destaca el Huanacaure, la huaca (el santuario) tutelar de los hijos del Sol; allí fue donde el mítico Ayar Manco Cápac hundió la barreta de oro que iba a dar origen a la fundación de la capital, y donde estableció su panaca. Tras buscar alojamiento, mi intención primera fue ir a conocer la “ciudad perdida”: Macchu Pichu (Pico viejo, en quéchua). En aquellos tiempos no era un lugar tan visitado, ni siquiera por los propios peruanos. Quienes acudían mayormente eran maduros turistas estadounidenses, llevados directamente desde Estados Unidos, pues raro era aquél que visitaba otra parte del Perú, ni siquiera Lima.
        En verdad, las condiciones de alojamiento fuera de Lima eran sumamente precarias, por ser benévolo. Sólo existían, en contadas ciudades, unos paradores modernos llamados “hoteles de turistas”; el mejor, sin duda, el de Cuzco. La mayor parte de los demás hoteles y pensiones del país, para que contar, salvo alguna que otra excepción en las principales ciudades, descontada Lima, por supuesto.
      Luego de cumplir con el obligado ritual de conocer “la perdida ciudad de los Incas”—sobre la que no me extiendo dado que es suficientemente conocida—, decidí ir en busca de información sobre como trasladarme a “Tres Cruces”, un lugar situado a varios kilómetros de Paucartambo (3017 mt, s/n/m), un pueblo del Cuzco en el camino a la selva de Madre de Dios, donde en Julio se celebra una muy concurrida fiesta de la Virgen del Carmen, la mamacha Carmen, su patrona, que atrae a miles de campesinos indios ataviados con sus vestimentas multicolores. 
         En la Plaza Mayor cuzqueña (el antiguo Huacaypata de los incas, donde celebraban el Inti Raymi o fiesta del solsticio de verano, así como la entronización del Inca y demás fiestas rituales) encontré una modesta agencia de viajes donde me dijeron que no existía ningún autobús, ni nadie organizaba viajes turísticos, pues era un lugar escasamente conocido por el turismo foráneo. Sabían, eso sí, que la noche del 23 de Junio algunos cuzqueños se animaban, alquilaban un camión y se dirigían a ver el espectáculo, aunque en realidad, como me pasaría a mi, las condiciones meteorológicas les aguaban la fiesta en la mayoría de las ocasiones. 
        El único modo de llegar a la zona era ir a la parte baja de la ciudad, una explanada denominada Rimacpampa (llano que habla), de donde salían los camiones que iban al valle cuzqueño de Cosñipata—cuyos recursos selváticos empezaban a ser explotados en gran escala, sobre todo la madera preciosa de sus bosques milenarios—llevando y trayendo mercancías, y tratar con alguno de los conductores.
      Así que me dirigí al lugar, donde conseguí que me aceptaran como pasajero en la cabina, y partimos hacia Paucartambo, una villa colonial modesta ahora, pero que tuvo su importancia en el pasado, con un magnífico y sólido puente de piedra  sobre el río Mapocho, construido durante el reinado de Carlos III, ya que tanto en tiempos del incario como del virreinato era lugar de paso y descanso para  los viajeros, así como para las recuas de llamas que venían con valiosos cargamentos de hojas de coca y otros productos de la vertiente oriental de los Andes, como la cascarilla. 
        Creí que nunca llegaríamos; el chofer tomaba las curvas sin cambiar de marcha, girando el volante a diestra y siniestra como un autómata. Al principio yo miraba alucinado los precipicios que se abrían ante mis ojos, esperando verme en cualquier momento en el fondo de la quebrada (1). Sin embargo, luego me dije: “sea lo que Dios quiera”, pero todo terminó felizmente y llegamos a salvo a Paucartambo, parecido a un viejo pueblo español con sus blancas casas de tejas rojas, puertas y ventanas pintadas de azul la mayoría, callecitas empedradas, estrechas y recogidas. No puedo menos que recordar el desayuno con unos riquísimos panecillos serranos, sin miga (parecidos al pan pita), que una mujer india vendía en la plaza, colocados en un cesto y tapados con una manta (o frazada como se dice allí) para guardar el calor, “calientitos estan siñor’, que unté con mantequilla hecha también por los campesinos. Y un buen café, de la cosecha procedente de Quillabamba.
    Al visitar la vieja iglesia colonial, observé con disgusto que de sus encaladas, pero desconchadas paredes, colgaban grandes cuadros de la escuela cuzqueña, pero que en varios de ellos las pinturas no existían y sólo quedaban los hermosos marcos de estilo colonial en pan de oro, fabricados con cedro o caoba. Incluso alguno que otro de los lienzos con los que la incuria no había podido, aparecía desgarrado en sus extremos o la pintura estaba agrietada. Pero la sorpresa estaba por llegar: en una especie de consola, se hallaba un recipiente de cristal con algo en su interior, como un pedazo de cartílago en medio de un líquido, posiblemente formol. Miré el cartelito que había debajo, el cual decía: “garganta del obispo Almoguera”, un resto bastante peculiar que a algún sacerdote se le ocurrió conservar como reliquia, para devoción y admiración de los indios. 
        El hecho no hubiera tenido nada de particular, sino fuera porque recordé que unos años antes, en Tánger, un apoderado del banco en donde trabajaba llamado Almoguera, al preguntarle uno de nosotros sobre el origen de su apellido, poco común, respondió que lo ignoraba pero que sabía que había existido un obispo de ese nombre en el Virreinato del Perú. Y dí con parte de sus restos, sin proponérmelo, allá en un lugar remoto de las anfractuosidades de los Andes.
       Para no alargarme, diré que en esta ocasión mis deseos de ir a “Tres Cruces” no se cumplieron por diversas circunstancias. Regresé de Cuzco a Lima, en autobús por supuesto (que, por otro lado, cuando no se utiliza vehículo propio, es la mejor manera de conocer un país), atravesando la puna helada, a veces sobre los 4.200 metros, en dirección a la costa. Partimos con una temperatura agradable, pero al anochecer el viento penetraba inclemente por todas partes. Yo no llevaba más ropa de abrigo que una cazadora; mi salvación fue mi compañero de asiento que, como buen serrano, conocía perfectamente a que nos enfrentábamos esa noche y llevaba una gruesa y amplia frazada, que me ofreció compartir. Paramos a desayunar en las afueras de Puquio, en uno de esos restaurantes indígenas tan comunes en  los pueblos del Ande. El campo y los arroyuelos que por allí corrían estaban totalmente helados. Por suerte, el sol ya estaba asomando y la mañana comenzaba a calentarse. Llegamos a la carretera Panamericana y, a la hora de almorzar, me encontré en el restaurante nada menos que al propietario del camión que me había llevado a Paucartambo. Casualidad de los viajes por esos mundos. Compartimos mesa y me relató muchas anécdotas de su vida en las carreteras andinas y en la selva. 
      Aunque mi aventura no resultó todo lo bien que yo esperaba, no me desanimé, porque había conocido lugares increíbles y tenía mas experiencia. Volví un par de años después, esta vez acompañado por un gran amigo, Jorge Ll.  (desde hace años vive ahora en Manresa), muy entusiasta también por conocer las maravillas de un país fascinante. Esta vez fuimos con escopetas, ya que pensábamos dedicar algún día a la caza; el llevaba una magnifica Sarasqueta del 12, con dos cañones sobrepuestos; yo una más modesta, de un cañón calibre 16.
     Había que aprovechar el viaje y conocer de paso otros rumbos. Así que partimos de Lima en un avión de la compañia Fawcett con destino Ayacucho, palabra quéchua definida como ‘Rincón de muertos”, aunque antiguamente se llamaba Huamanga, de huamán “halcón”. Por cierto, que como en otros lugares adonde llegaba algún avión, la pista de aterrizaje era de tierra apisonada. Nos habían prestado un par de viejos sacos de dormir, que nos dejamos olvidados en el destartalado aeropuerto ayacuchano; cuando nos dimos cuenta, fuimos a la oficina de Fawcett y tuvimos la fortuna de que los sacos los habían traído. Seguramente hoy no tendríamos esa suerte. Ya más tranquilos, después de alojarnos, nos dedicamos a recorrer la ciudad y sus alrededores, todo lo que permitía el tiempo. 
     Por la noche, después de cenar, nos sentamos en la Plaza de Armas; serían la diez cuando se apagaron totalmente las luces, pues había restricción eléctrica, no recuerdo por qué. Que maravilloso espectáculo apareció entonces ante nuestra vista, al elevar la mirada; era una noche límpida y despejada, como acostumbran a serlo en aquellas alturas durante los meses del verano austral; Venus, Marte y varias constelaciones australes, con sus miríadas de rutilantes estrellas, titilaban allá en todo su esplendor y, creo no exagerar, eran más los puntos de luz que los espacios negros en el firmamento. Sólo cuando el frío comenzó a ser insoportable, abandonamos nuestro asiento y nos fuimos a dormir.  Al día siguiente, el hermano de un compañero de trabajo, al que fuimos a saludar el día anterior, nos llevó en su furgoneta a conocer la campiña ayacuchana y otros lugares que no habíamos tenido tiempo de ver.
       Ayacucho fue en otro tiempo una importante villa colonial en el camino hacia el Alto Perú (hoy Bolivia) y el Tucumán argentino, con numerosos templos; “la ciudad de las iglesias” la llamaban, y en sus proximidades se dio la batalla definitiva que significó el fin del dominio hispano en América del Sur, no sin que antes del choque oficiales de ambos ejércitos se fundieran en un abrazo, pues muchos de ellos eran familiares o amigos que las circunstancias habían colocado en campos opuestos. Fue aquí también, donde en el siglo XVI, se refugió la famosa “monja alférez” Catalina de Eraúzo, una guipuzcoana cuya fama de espadachín—haciéndose pasar por hombre—, recorrió todo el continente, y donde, a mediados de los años setenta, surgió el movimiento revolucionario maoísta “Sendero Luminoso”, en el seno del profesorado de la Universidad de Huamanga. 
     Dos días después, en otro viejo y destartalado autobús, partimos rumbo a Cuzco, con escala previa en la ciudad de Andahuaylas (Apurimac), antigua patria de los indómitos chancas, que a punto estuvieron de dar al traste con el imperio inca. Otro viaje alucinante por caminos inenarrables, y otro chofer irresponsable con ganas de suicidarse y llevarnos con él. Las cruces al borde de los caminos son algo muy familiar en los caminos de la Sierra, así como en las encrucijadas no es raro ver montículos de piedras (las apachetas) con ofrendas de los indios a las divinidades de las cumbres, los Apu y huamaníes,  para que les den su protección.
        Tras salir de Ayacucho, al anochecer comenzamos a bajar hacia la región que riega el río Pampas, un valle interandino, una yunga (del quechua yunka “valle cálido”) que, como la mayoría, presenta una temperatura cálida y húmeda en el fondo (un ecosistema),  pero que en aquellos momentos, por la falta de lluvias, aparecía bastante seca y polvorienta, un lugar donde abundan las víboras y crótalos venenosos. En la oscuridad, veíamos los ojillos de los zorros que cruzaban por delante del coche, y a la vuelta de una curva, fue verlo y no verlo, iluminado por los faros, apareció un puma de color rojizo que pasó raudo y se perdió en la oscuridad. 
         En estas zonas semiáridas habita otro personaje temible, tan peligroso como las víboras: es la chirimacha, un insecto chupasangre parecido a una chinche y que transmite un parásito que ataca al corazón y otros órganos, así como el sistema nervioso. La temible enfermedad se conoce como  “Mal de Chagas” (por el médico brasileño que la describió por primera vez). Se refugian en los desvencijados y viejos techos de madera y tejas de las casas o en sus paredes de quincha (mezcla de paja y barro), de donde salen por las noche para picar a los durmientes. En Argentina la llaman vinchuca. Por cierto, un viejo amigo peruano, natural de Arequipa y residente en Sevilla, falleció hace un par de años, debido a las secuelas que le dejo la chirimacha, por la que fue picado en su niñez.
     Antes de cruzar el Pampas dejamos a un lado Pampa Cangallo, la patria de los Morochucos, nombre que al parecer proviene de los pañuelos moteados, por lo común rojos, con que esta gente se cubre la cabeza por debajo del sombrero. Se trata de una etnia cuyos orígenes estaría en los partidarios de Almagro el Mozo, que se refugiaron en estas soledades tras ser derrotados en la batalla de Chupas por las tropas del enviado real, el licenciado Vaca de Castro, y se mezclaron con las indias del lugar. 
     Gran parte de ellos, ya muy mestizados, muestran todavía cierta arrogancia en su fisonomía, de nariz aguileña, donde el color es a menudo blanco, y con ojos y cabellos claros en ocasiones, de mediana estatura y con pobladas barbas, amén de sonoros apellidos castellanos. Teniendo en cuenta que la raza indígena es lampiña, parece no existir dudas en cuanto a su origen. Son, además, eximios jinetes, que cuidan sus ganados montados en unos caballos pequeños y lanudos, pero muy resistentes. Sus mujeres--dicen--suelen ser también bastante hermosas.   
    Después de pernoctar en Andahuaylas salimos a media mañana con dirección a Abancay, última escala antes de llegar a la capital imperial. Al atardecer, pasamos el puente sobre el Pachachaca y al trasponer un cerro, vimos a nuestros pies la ciudad de Abancay, que goza de un excelente clima casi todo el año; casi la podíamos tocar con la mano, o eso nos parecía. Tardamos en bajar la montaña más de una hora, tras interminables vueltas y revueltas; creímos que nunca íbamos a llegar. Mientras, el sol poniente tornasolaba las nevadas cumbres lejanas con infinitos matices. Buscamos un lugar donde pasar la noche; lo encontramos en una vieja casona colonial, donde las pulgas nos acribillaron mientras dormíamos. Antes fuimos a cenar en unión de Gianni, un italiano compañero de viaje, representante de una fabrica de pinturas, que residía en Ayacucho casado con una mujer del lugar, y con el que habíamos hecho amistad, ya que éramos los únicos extranjeros que iban en el autobús.  
    Salimos de Abancay, sin perder de vista las nieves eternas del Ampay; luego apareció el hermoso valle de Curahuasi, cuya campiña no sólo ofrece un bonito color verdoso debido a sus famosos cultivos de anís, sino que desde ella se divisa otro imponente nevado, el Salcantay.  Aquí hicimos un alto para almorzar. 
      Pero lo mas fascinante fue el paso del cañón del Apurimac (etimológicamente “el dios que habla”, el capacmayu, o “gran señor de los ríos” de los incas). El chofer  paró amablemente el vehículo (eran otros tiempos) para que pudiéramos ver y fotografiar detenidamente el imponente río, bravío como él solo, cuyo bramido se escucha desde kilómetros alrededor al bajar de forma impetuosa por la quebrada profunda con sus aguas turbias y espumosas, chocando con furia contra los farallones de sus márgenes, pulidos por el incesante golpeteo del agua a través de los siglos. Un espectáculo que conservo para siempre en mi retina, uno de los más hermosos e impresionantes que he visto. (Famoso fue el  puente colgante sobre éste río levantado en época inca; abajo ofrecemos copia de 1877 y restos de otro).


       Antes de ingresar a la antigua capital de los incas, recordaré algo de su pasado. Vamos a pasar por dos lugares importantes en el devenir de la historia peruana; primero se halla la llanura de Jaquijahuana, donde terminaron los sueños de rebeldía de Gonzalo Pizarro (la mejor lanza de América), y de su fiel lugarteniente Francisco de Carbajal, el Demonio de los Andes, a  manos del licenciado Pedro de La Gasca, enviado por Carlos I para poner fin a las ambiciones de los peruleros.  Más que una batalla fue una desbandada trágica de los hombres de Gonzalo, atemorizados por el poder simbólico del tonsurado representante real, basado en la fuerza lejana pero cierta de la corona. Casi todos se “pasaron al rey” dejando abandonado a su suerte, la  suerte trágica de los Pizarro, al orgulloso, valiente y despiadado Gonzalo Pizarro. 
     Al ser llevado a presencia de La Gasca, Gonzalo le espetó, soberbio y altivo: “Para descubrir esta tierra bastó mi hermano solo, más para ganarla a nuestra costa y riesgo fuimos menester todos los cuatro hermanos, así como nuestros parientes y amigos. Y nadie nos levantó del polvo de la tierra, porque desde que los godos entraron en España somos hijodalgo de solar conocido, y si no ¿dígame que mercedes hizo su Majestad a mi hermano, salvo el título de marqués, sin darle estado alguno? Los restos mortales de Gonzalo, así como los de los dos Almagro, padre e hijo, están enterrados en la iglesia de la Merced (2).
      El segundo lugar es el llano de Yahuarpampa, literalmente “llanura de la sangre”, así llamada por la cruenta y definitiva batalla que salvó al imperio inca de la amenaza de los chancas, sus acérrimos enemigos del norte. Una batalla real, con el Inca Pachacutec al frente de sus tropas, pero en la que no faltan los aspectos míticos: en efecto, dice la leyenda que, en los momentos más difíciles para los quechuas, un ejercito de moles de piedras, que aún se ven en el lugar, llamadas pururaucas (ladrones escondidos según la traducción), se transformaron en guerreros que acudieron a salvar a los hijos del Sol, facilitando la derrota definitiva del enemigo. Añadiré que la transformación de piedras en soldados es un antiguo elemento de creación andino. Son incontables los casos de hombres y animales petrificados (por ejemplo, la leyenda de los hermanos Ayar, los míticos fundadores del Incario).


    Por fin, de nuevo el Cuzco. Los sillares de los muros de los palacios de los Incas—increíblemente pulidos, unidos y  asentados unos con otros— evocan su pasada grandeza; sobre ellos levantaron los conquistadores sus iglesias y conventos y sus encaladas viviendas, ornadas las fachadas con pétreos dinteles y frontispicios blasonados, ventanas en ajimez y primorosos balcones tallados en maderas preciosas, obra en muchos casos de artífices indios.     Recorrimos la ciudad, entrando en sus magníficas iglesias donde se mezclan los estilos barroco, plateresco o renacentista, con sus cuadros, sus retablos, sus altares en auténtico pan de oro, etc, y en las noches, con paso lento y mirada extasiada, deleitándonos en cada detalle, en cada vericueto, paseamos por sus callejuelas silenciosas y casi vacías en aquel tiempo, donde sobre sus adoquines parecían resonar los cascos de los caballos de la conquista: ¡Los caballos eran fuertes! ¡Los caballos eran ágiles! que rimó el poeta limeño Santos Chocano, por delante de cuya casa natal en Lima pasé casi a diario durante muchos años. 
     Al mediodía comimos unas riquísimas truchas (las primeras que probaba, aunque prefiero un buen sargo—como aquellos que pescábamos en las Grutas de Hércules o en el espigón del muelle tangerino—o un pargo a la parrilla) en un restaurante situado en los bajos del que fuera palacio del Inca Pachacutec, el Condorcancha (o Casana), solar que correspondió a Francisco Pizarro  tras el reparto hecho por el conquistador. Sus restos están en la Plaza Mayor, el Aucaipata, donde estuvo el utcu o agujero ceremonial; en él, el vilcahumu o máximo sacerdote vertía la chicha sagrada, como ofrenda a la Madre Tierra (la Pachamama), durante las fiestas rituales. Allí también estaba el usnu (la piedra de la justicia y la guerra), grande y con forma de pan de azucar, donde el Inca escogía a sus mejores y más valientes capitanes para ir a la guerra. Luego nos fotografiamos frente a la iglesia de la Compañia de Jesús, erigida sobre los restos del palacio de Huayna Cápac, el padre de Atahualpa, el último Inca.
    También visitamos el Coricancha (antiguo Inticancha), el templo solar del fenecido imperio, cuyos muros de granito estuvieron un día recubiertos de laminas de oro puro—que fueron parte del botín de los españoles—y en cuyos altares lucieron las representaciones en oro de Inti (el dios Sol), de Huiracocha (el dios creador y ordenador) y de Illapa (señor del trueno y del rayo), con las momias de los reyes incas muertos a sus lados. Tras el reparto, sobre sus muros se levantó el convento y la iglesia de los dominicos, con su claustro porticado, en cuyas paredes se exhiben pinturas de la escuela cuzqueña con temas alusivos a la historia colonial del Perú.     
    Vimos igualmente la famosa piedra de los 12 ángulos en la calle de Hatun Rumiyoc (significa “la piedra grande”), donde se halla el palacio del arzobispado, levantado sobre los restos de la que fue residencia de Inca Roca, en cuyo interior nos fotografiamos; también la casa familiar del cronista Garcilazo de la Vega "el Inca", el primer mestizo de América como lo han llamado, por lo menos en cuanto a alcurnia, claro está; y los todavía imponentes restos de la fortaleza de Sacsahuamán—obra de gigantes creyeron algunos al ver los inmensos bloques de piedra—, a donde llegamos subiendo a pie a través de la parte alta de la ciudad, por una pronunciada cuesta escalonada que nos dejó sin resuello (Cuzco está a 3.400 mts s/n del mar y muchos viajeros sufren de soroche, si hacen algún esfuerzo). 
     Finalmente, adquirimos pasaje en un destartalado autobús (¡aleluya! por fin había uno que iba un par de veces por semana hasta Paucartambo), para dirigirnos a nuestro destino: ver amanecer en Tres Cruces. Llegados, nos encaminamos a la modesta fonda, por llamarla de alguna manera, donde pernocté la vez anterior. La dueña nos alquiló una habitación en la vieja casa colonial, maltrecha por el tiempo y la incuria, pero por los menos nos daba refugio, ya que las noches, especialmente entre Junio y Agosto, época de las heladas, son tremendamente inclementes en las serranías andinas, sobre todo a esa altura. 
      Por cierto, en aquellos tiempos enfermar de cierta gravedad en las serranías o en las selvas, podía resultar fatal. En la mayoría de los pueblos, y en cientos de kilómetros a la redonda, no existían médicos o enfermeros siquiera, ni una modesta farmacia incluso; tal vez en algún tienducho pudiérase encontrar alguna aspirina; en cuanto a las aldeas indígenas ya se puede uno imaginar. Normalmente, los habitantes de estos lugares acudían a curanderos y hueseros indios o mestizos, que utilizaban la milenaria farmacopea prehispánica basada en hierbas medicinales, ungüentos y aceites obtenidos a partir de animales como serpientes, iguanas, etc,  útiles posiblemente para casos no muy graves. 
       Por cierto, toda esta farmacopea es posible verla en la propia Lima, sobre todo en los alrededores de los mercados y puestos de comida de los barrios populares. No sólo se venden hierbas, sino toda suerte de talismanes y amuletos, así como pieles de animales (principalmente de zorrillos, iguanas, serpientes) y pócimas para embrujar o atraer el amor, para “dar chamico”, según la expresión autóctona, etc. El chamico es la datura stramonium, un peligroso alucinógeno.     
     Al respecto, en la región al norte del lago Titicaca, en un territorio que se halla ahora dividido entre Perú y Bolivia, existe una etnia conocida por su saber curativo: los famosos callahuayas. Su fama de curanderos y comerciantes de hierbas medicinales, que iban a buscar hasta la hoya amazónica, se mantiene todavía. Dada la peligrosidad del largo viaje, se despedían de sus esposas diciéndoles: “Si en tres años no he vuelto a casa, es que he muerto; puedes casarte con otro”.
     Ya que hablo de la salud, lo haré también del momento de la muerte, en concreto de una costumbre panandina que se seguía practicando en zonas muy apartadas y, seguro también, veladamente, en lugares no tanto. Me refiero a la figura del despenador, es decir, “aquél que quita las penas”, un indio generalmente viejo y feo que habita en el monte o en alguna cueva, encargado de acelerar el fin de los moribundos, cuando estos no soportan la existencia y su familia  decide poner fin a sus sufrimientos. Según se dice, la familia abandona al enfermo en su cama y todos salen esa noche, pues el despenador no puede ser visto. Una vez llegado, se encarama sobre el enfermo y lo asfixia, incrustándole en el hoyo bajo la nuez la larga uña de su dedo pulgar, o echándole un dogal al cuello. Por cierto, en los yacimientos arqueológicos del Perú, no es raro que los arqueólogos extraigan cuerpos de las tumbas que aún conservan, en torno al cuello, la soga con la que fueron estrangulados.
    Por la mañana, fuimos a tratar con un arriero para que nos alquilara un par de mulas, pero puso un montón de reparos a pesar de que le ofrecimos pagarle bien (4), y al final tuvo que ser otro camión el que nos dejó a la entrada del sendero que conduce al abra de Acjanaco (3.800 mts de altura), que termina en una pequeña plataforma, especie de balcón natural sobre la selva nubosa, la rupa rupa, desde donde se aprecia uno de los espectáculos naturales mas fabulosos que pueda uno imaginar, eso si la suerte acompaña: ver aparecer el sol al filo de la madrugada, cuando sus rayos atraviesan la atmósfera húmeda y se distorsionan como si pasaran a través de un prisma. El efecto—dicen los que han tenido la suerte—es el de tres soles, uno de los cuales salta de un lado al otro, reverberando sobre las nubes, en una explosión de luz y color cual aurora boreal; vivo latir de Dios, como dice Gerardo Diego en su  “Numancia”.


    Nos echamos al hombro nuestras mochilas y comenzamos a subir la montaña; faltaba menos de una hora para anochecer, no se escuchaba ni una mosca, un silencio opresivo “subía” de las quebradas y nos rodeaba, mientras desde lo hondo veíamos ascender la neblina, cuando de pronto, del fondo del valle, se elevó la voz estentórea de un lugareño llamando a no sabemos quién, alguien que debía estar en su chacra al otro lado de la vertiente. Se rompió el encanto, y vimos entonces, allá en la distancia, una modesta choza, la que no habíamos advertido, y en la puerta el campesino indio que miraba hacia arriba, sin duda sorprendido por ver a dos mistis, a dos viracochas (dos blancos) en aquellos parajes y a esas horas.  
     Seguimos ascendiendo, pero nos topamos con un toro rojizo y con manchas blancas, plantado en medio del sendero y con aspecto de pocos amigos; con mala leche, vamos. Al vernos, agachó la cabeza y empezó a escarbar el suelo. Raudos como el viento, “sin preguntarle cuales eran sus intenciones”, dejamos la senda, trepamos por el talud y corrimos cuesta arriba,  arrastrando nuestras mochilas y agarrándonos, casi a cuatro patas, a las piedras y matojos, a fin de dar un rodeo y evitar así al morlaco, que se quedó bufando, tal vez más asustado que nosotros. Entonces, empezó a garuar y la noche se nos vino encima cuando entrabamos en la planicie. Ya no se veía prácticamente nada. Por precaución llevábamos una linterna y pudimos ver que, pegado al cerro, había un aprisco, o sea un pequeño recinto hecho con piedras sobrepuestas (una pirca), para guardar ganado. Colocamos nuestras cosas junto al muro, mientras el sirimiri seguía cayendo y nosotros sin una simple lona para armar siquiera un toldo. Decidimos hacer una hoguera; encontramos algo de leña, ramas viejas dejadas quizá por un pastor, pero estaban mojadas, no había forma de encender el fuego y el frío arreciaba. 
        La salvación vino por parte de Jorge; había comprado una latita de aceite de oliva español en el Cuzco, “para la ensalada” había dicho, pero tuvo que sacrificarla. Con mucho esfuerzos, buscando algo de pasto medianamente seco dentro del recinto, algunos papeles en nuestras mochilas y un trozo de trapo, hicimos una torcida que impregnamos con el aceite; luego de muchos esfuerzos tuvimos una hoguera. Hicimos café y comimos algo en conserva, ni recuerdo qué; posiblemente sardinas.
      Cada vez hacia más frío, y si bien por delante nos sentíamos relativamente tibios, por la espalda era la muerte. Haciendo de tripas corazón nos quitamos la ropa, en mi caso un pantalón de pana, una camisa de franela a cuadros, un jersey y un chaquetón. Nos colocamos los pijamas de franela que llevábamos, nos pusimos nuevamente la ropa encima, nos enrollamos en una manta y nos metimos dentro de los sacos de dormir, unos sacos livianos y no aptos para ese clima. Tratamos de dormir, espalda contra espalda para darnos algún calor, pero imposible; los sacos dejaban pasar el frío. Hoy  entiendo que debíamos haber hecha otra fogata más, y colocarnos en medio de las dos, para calentar nuestras espaldas.
     A ratos sentados ante la hoguera, a ratos caminando o saltando de un lado para otro, riéndonos de nuestra improvisación, haciendo mil comentarios, y esperando que, al final, tuviéramos la satisfacción de ver nuestro esfuerzo recompensado, esperamos que acabara aquella noche interminable, tomando sorbos de café recién hecho. Gracias a Dios que no llovió intensamente. 
        Llevábamos las escopetas, que habíamos protegido con plásticos. Estábamos al borde de la ceja de selva, sobre el precipicio; osos de anteojos (el ukuku raptor de mujeres de los mitos paucartambinos) y pumas no eran raros en la región, así que por lo menos las armas nos proporcionaban cierta equívoca tranquilidad, aunque no sé que hubiera pasado de haber aparecido alguno. Quiero recordar que Jorge llevaba también una pistola que un compañero de trabajo le había prestado.
    Finalmente, llegaron las primeras luces del alba para decepción nuestra. Nada de explosiones solares, ni reverberaciones, ni celajes; espesas nubes se elevaban desde la selva baja y lo cubrían todo, desde debajo de nuestros pies hasta el horizonte infinito. Parecíamos flotar sobre un autentico mar blanco, no menos espectacular por cierto. En algunos lugares asomaban las copas de los árboles por encima de la niebla, el frío seguía siendo intenso y lo que podíamos ver del terreno a nuestro alrededor estaba blanco por la escarcha. Calentamos sobre los rescoldos agua para el café y nos preparamos a regresar; mientras, el sol ascendía, calentándonos, y ya empezábamos a ver algo del bosque tropical allá abajo, espectacular en su magnificencia.
      Bajamos de la montaña y llegamos al cruce con la carretera sin asfaltar que subía de la selva; esperamos a ver si aparecía algún vehículo, pero nada. Ya a mediados de la tarde comenzaron a verse los camiones, cargados hasta los topes; recuerdo uno cuyo conductor  se ofreció a llevarnos, pero declinamos la invitación, pues no había sitio en la cabina y lo habíamos visto ascender la cuesta traqueteando con dificultad bajo su pesada carga, compuesta por enormes haces de gruesas cañas de bambú que sobresalían más de tres metros por encima de las barandas. Habríamos tenido que ir en lo alto de las cañas, bamboleándonos y exponiéndonos a caer al abismo; el peligro era evidente, así que esperamos hasta que por fin pudimos hallar otro con menos riesgos para llegar a Paucartambo. 


     Tratamos de paliar el relativo fracaso decidiendo seguir camino hacia las selvas de Madre de Dios, allí donde las leyendas sitúan otro de los muchos mitos americanos: el reino misterioso del Gran Paitití, otro El Dorado, cien veces buscado y nunca encontrado. Fue tras la llegada de los españoles cuando nació la leyenda de una fabulosa ciudad perdida en esas latitudes, donde los incas habrían escondido sus tesoros, una ciudad de piedra, con estatuas de oro y otras fabulosas riquezas. No obstante, en la región se han encontrado ruinas y paredes rocosas con petroglifos de origen desconocido, producto tal vez de los intentos de penetración de pueblos preincas, como los huari o tihauanacos, en la región de los antis (los pueblos selváticos). Los petroglifos podrían ser, inclusive, obra de alguna tribu selvática desaparecida. 
       Por supuesto no faltan los aspectos esotéricos (lugar situado en otro plano de existencia, que sólo se hará visible ante el elegido; origen extraterrestre, etc) o de mitificación del pasado: en este caso el de la utopía andina, es decir, el intento de situar allí la ciudad ideal incaica, el reino de la felicidad, a partir de una concepción cíclica y mítica del orden eterno del universo, según la cual, después de un periodo de 1.000 años, el mundo existente iba a desaparecer y se renovaría en otro plano. Los lugareños de estas zonas están convencidos de que éste fue el refugio de los últimos incas, que permanecen escondidos ahí en espera del retorno a esa nueva “edad dorada”, cuando la contracultura europea haya sido erradicada y el mundo andino vuelva a ser como el de antes de la llegada de los españoles.  
       Debo añadir que la leyenda sitúa al Paitití en dos lugares concretos: uno en la selva peruana susodicha; otro, en la boliviana, en las tierras de los Muxus (o Mojos),  comarca que coincidiría con los territorios situados al norte de la ciudad de Riberalta (Bolivia), en la confluencia del río Madre de Dios con el Beni. 
        Por mi lado, pienso que es posible que esa mítica ciudad dorada no fuera tal vez otra sino el Cuzco, con su jardín de animales y frutos fabricados de oro,  el reluciente frontispicio del templo solar forrado con planchas aureas y el esplendor y grandeza de la corte incaica,  los ecos de cuya magnificiencia debieron de llegar a regiones remotas, y cuyos habitantes nunca supieron explicar con precisión a los conquistadores de que lugar se trataba.
        Antes de partir fuimos a cazar palomas unos kilómetros más allá del pueblo. Nos instalamos en las riberas del Paucartambo,  río que se adentra en una selva impenetrable y donde existen las ruinas de otra misteriosa ciudad: el Pantiacollo. Era la época de la recolección y los indios habían estado cosechando el maíz. Bandadas de palomas revoloteaban por los campos. Matamos algo más de media docena, y al regreso se las regalamos a la señora de la pensión. Añadiré que el regreso lo hicimos sentados sobre bidones de alcohol de caña, que transportaba la camioneta que nos trajo; todavía se me pone la piel de gallina cuando pienso en la cerca que estuvimos de un gravísimo accidente, cuanto menos, pues en cada curva teníamos que sujetarnos fuertemente a los otros bidones, con mas de medio cuerpo inclinado sobre ellos para no salir despedidos, mientras veíamos el fondo del precipicio. A la mañana siguiente, como no había baños ni duchas, nos fuimos a un recodo del río y allí nos sumergimos en aguas muy frías, con riesgo de agarrar una pulmonía. 
     Al día siguiente, esperamos la bajada de los camiones y seguimos rumbo al valle de Cosñipata (Valle del Humo, en quéchua) y después a Pilcopata, pueblo de avanzada, de penetración, compuesto mayoritariamente por emigrantes serranos, ya en la raya con el departamento de Madre de Dios. Durante el camino, entre muchas otras aves exóticas, vimos volar entre la espesura varios “gallitos de la roca”, preciosa ave de plumaje rojizo anaranjado, símbolo de esta región, que antaño fue dominio de los salvajes huachipairis (hoy casi extinguidos), que ya desde el incario hasta la época republicana rechazaban ferozmente a quienes intentaban penetrar en su territorio, e incluso atacaban y saqueaban pequeñas localidades y haciendas. Se dice que el nombre  Madre de Dios dado a ese río, se debe a que los huachipaires, en una de sus incursiones por el valle de Cosñipata, encontraron una imagen de la virgen la cual arrojaron al río. 
    El alojamiento que encontramos era una casucha hecha con tablones y techo de uralita, cuya propietaria era una mujer serrana que, mediante una propina extra, colocó ante nuestra vista sabanas y fundas limpias en las camas. Así pudimos dormir tranquilos, sin pulgas ni otros insectos perturbadores. La ventana no tenía vidrios, pero si mosquitero, así que nos salvamos también de los zancudos como llaman alli a los mosquitos. 
     Al acostarnos, la tormenta estalló de pronto con  virulencia, como ocurre en el trópico; a través de la ventana sin cristales veíamos los relámpagos y rayos  A mi, que me gusta la lluvia, sobre todo cuando estoy en la cama, me resultó agradable observar el espectáculo y traté de mantenerme despierto todo lo que pude. A la mañana siguiente, cuando salimos para tomar el desayuno, no parecía que hubiera caído tanta agua, pues la rojiza tierra esponjosa la había chupado y, salvo algunas lagunas, estaba casi seca. 
     En Pilcopata existía, y existe, un puesto policial, y las autoridades estaban alerta con respecto a cualquier individuo de aspecto sospechoso, sobre todo si era extranjero, pues a principios de los años sesenta un grupo de peruanos había intentado penetrar desde Bolivia a través de la frontera con Madre de Dios, para organizar en Perú un levantamiento de inspiración castrista. Pero fueron rápidamente sorprendidos y abatidos, entre ellos un joven poeta muy conocido de la intelectualidad limeña. Así que, por precaución, fuímos al puesto a identificarnos y mostrar las armas. Además, el carné de periodista de una agencia internacional tan conocida como la mía, en aquellos tiempos también tranquilizaba y diluía cualquier sospecha. Por otro lado, ambos teníamos cara de no romper un plato. Saludamos al sargento, que era de Lima, y quedamos en vernos en nuestro “hotel” para tomar unas cervezas (algo que siempre rompe el hielo y allana dificultades por esas latitudes). Se presentó al anochecer y charlamos en una especie de terraza techada, acompañados también por un joven peruano al que habíamos conocidos y que administraba el fundo familiar, algo así como 300.000 metros cuadrados, nada menos; estábamos en la selva infinita, pues. Su padre, asturiano, residía en Cuzco y—según nos relató el hijo—no hacia mucho había evitado, de milagro, ser atrapado por una boa  cuando el ofidio se descolgó de un árbol y le golpeó en la pierna intentando atraparle, pero el hombre pudo escapar. Al día siguiente, el chico, cuyo nombre ya no recuerdo aunque si tengo fotografías con él, mandó a sus peones a talar una palmera joven para extraer el cogollo y pudimos degustar palmito en ensalada. También nos llevó a sus terrenos e hizo de guía para enseñarnos el Piñi Piñi y el Carbón, ríos que alimentan el Pilcopata, origen del alto Madre de Dios. 
      Todavía recuerdo con remordimiento, y cierta vergüenza, mi ‘hazaña” cinegética, cuando regresábamos: abatir a una hermosa rapaz que planeaba al atardecer sobre los árboles, y recibió el disparo cuando se posaba en una rama. Me consuelo pensando que también, ese día, debí salvar la vida a otros habitantes del bosque. En las afueras de Pilcopata tenían su modesta misión dos religiosos a los que habíamos conocido, un costarricense y un peruano, éste aficionado a la taxidermia; así que le llevamos el ave.
     Los noches que pasamos en Pilcopata, tanto el jéven peruano como el sargento nos acompañaron, en animada tertulia, ante unas heladas cervezas, no recuerdo si Cristal o Pilsen Callao. Nos dijeron que yendo unos kilómetros más lejos, desde un otero podríamos ver un paisaje impresionante hasta donde abarcaba la vista: toda la selva del alto Madre de Dios.  
        Otro lugareño, al que conocimos la noche de nuestra llegada durante el paseo por la única calle  del pueblo (si se puede llamar así al terral fangoso), nos presentó a un auténtico huachipaire, que regresaba al poblado a la mañana siguiente en su canoa, y trató de que nos llevara con él para conocer su tribu. Sin embargo, debimos parecerles sospechosos, como pudimos apreciar en sus ojos recelosos (dos blancos desconocidos a fin de cuentas, en una época convulsa), y se negó a llevarnos con él.      
     A media mañana vimos llegar una ambulancia del ejército que se dirigía hacia Atalaya, un poblado a orillas del alto Madre de Dios, y le pedimos al soldado que la conducía si podía dejarnos de paso en aquél lugar. El soldado aceptó amablemente, y así pudimos ver otro de los panoramas más impresionante que recuerde: Desde una pequeña elevación, todo lo que la vista abarcaba era la llana selva infinita, perdiéndose en el horizonte hacia el Brasil; árboles gigantescos, vegetación impenetrable y lujuriante, cantos de pájaros multicolores que volaban entre los árboles y chirridos de miríadas de insectos ocultos en la espesura, venas de agua, donde la cabecera del Amaramuyo (o rio de las serpientes de los incas, el Madre de Dios de los conquistadores), aparecía con toda su grandeza, fluyendo en dirección a Puerto Maldonado y la frontera boliviana, cientos de kilómetros más abajo, tras unirse con su principal afluente, el Manu. Es aquí donde se ubica, con toda su diversidad, la Reserva Natural del Manu, una de las más grandes de la Amazonia. Regresamos a pie, unos doce kms, gozando de la majestuosidad de la hilea, como llamó Humboldt a la inmensa Amazonía. 


        Nos quedamos con las ganas de seguir más allá, hasta la misión de los dominicos españoles del río Shintuya, para tratar de llegar por el río hasta la difícil zona donde se hallan unos petroglifos (llamados ahora de Pusharo), descritos por primera vez en 1921 por el dominico Vicente de Cenitagoya, pero el tiempo nos venía justo y teníamos que regresar a Lima, no sólo para incorporarnos a nuestros trabajos, sino en mi caso también para asistir a la boda de una compatriota, española y tangerina precisamente. De no haber llegado a tiempo, mi mujer no me lo habría perdonado. Dijimos adiós con el alma sobrecogida ante tanta majestuosidad que quedaba atrás y regresamos a Pilcopata, y luego al Cuzco. No llegamos a ver el amanecer deseado en todo su inmenso esplendor, pero fue uno de esos viajes que recordaremos toda la vida por lo mucho que pudimos contemplar, aunque nos faltasen cien cosas más. 
       Recuérdese que todo esto fue hace más de medio siglo. Las condiciones han cambiado muchísimo desde entonces. Ahora hay agencias de turismo que organizan excursiones con el mayor confort a lugares antes vedados para el turista común; hoy te llevan  casi en volandas, entre algodones, a lugares imposibles y peligrosos antaño, vacunados contra todo bicho viviente, incluidos sueros contra mordeduras de ofidios, con guías que llevan botellas de oxígeno por si alguien se ve afectado por el soroche, con seguro de vida y contra enfermedades y accidentes incluídos; nosotros ni siquiera esto: sólo unas vendas, un rollo de gasa, aspirinas, un frasquito de mercucromo, otro de alcohol y algunas tiritas; ni vacunados contra la fiebre amarilla o el paludismo siquiera, aunque eso sí, con mucha confianza en nuestras facultades y bastante inmadurez posiblemente, pero es la verdad; quizá por eso siempre escapamos sin un solo rasguño. Miento, a Jorge le salió una ampolla en un  pie cuando fuimos de caza, que tuve que reventarle con un alfiler al rojo vivo.  
     Partimos de Cuzco en un avión de la compañía Lansa, una modesta empresa aérea con no más de tres aeronaves. Pocas semanas más tarde una de ellas se estrelló, muriendo todos sus ocupantes. No quise saber si había sido el aparato que nos llevó a Lima. 
      Diré, como colofón, que volví al Cuzco años después en otras dos ocasiones; una para asistir como enviado de la Agencia a la Conferencia de Cancilleres del Pacto Andino y la otra, en plan familiar, con mi mujer e hija, cuando ya el terrorismo de Sendero Luminoso asolaba las serranías peruanas en la década de los ochenta. Un bonito, pero accidentado viaje a través de varias provincias, durante el cual pudimos ver el fabuloso cañón del Colca (en el departamento de Arequipa), el más profundo del mundo, conocido también como “el reino del cóndor”, y varios lugares míticos del Incario: Tambo Machay,  Qenko, el Valle Sagrado, Yucay, allí donde tenían sus residencias de verano los hijos del Sol—con un jardín donde las plantas y los pájaros eran de oro—Chincheros, Pisac, Ollantaytambo, etc, y, por supuesto, otra vez Machu Picchu. Pero extenderme sería ya demasiado para este relato. Desde luego fue casi otra aventura y, además, con ciertos peligros agregados por la inseguridad en que vivía el país. Y que no iba a cambiar.
(1) Hasta casi a finales del siglo XX, gran parte de las escasas carreteras de penetración a la selva eran tan angostas en su vertiente oriental, que se había establecido un día de bajada y otro de subida, ya que era imposible que dos vehículos circularan en direcciones opuestas. A pesar de esta precaución, no eran pocos los que se desbarrancaban, la mayoría de las veces por un exceso de carga mal estibada, imprevistos aludes como consecuencia de las lluvias torrenciales o, simplemente, porque el chofer se quedaba dormido, agotado por tantas horas de camino o se había pasado de copas.  
(2) Muchos años después, la letra de una coplilla seguía aún  en boca de la gente, resonando su eco a lo largo de la cordillera andina, en recuerdo de aquella tragedia:

No creyades rey Felipe
lo que acaso os contaron,
que el hermano de Pizarro
rey se quiso coronar.
Si vos sois el sol de Austria
¿quien puede el sol eclipsar?
Yo bien quise ser la luna, 
pero no ser vuestro igual.
Vos el oro de Europa
yo la plata de ultramar.
Una liga de tal mena
no han dejado amalgamar.
Si el marqués os ganó un reino
yo bien lo supe aumentar,
el ensanchar vuestro reino
llaman lesa majestad.
Mañanita rey Felipe
el cuello me cortarán,
mis cabellicos al aire
uno a uno los darán,
las señoras peruleras
luto por mi llevaran,
meterenme en una caja
con las tapas de cristal,
y en una hueca de plata
luego allí me enterrarán.
El birrete venció al casco,
bien lo podeís, rey, premiar,
haciendo al birrete mitra
o birrete cardenal  (3).

Nota aclaratoria: En la fecha de los sucesos aludidos era rey Carlos I, lo cual supone un anacronismo, o sea suponer que un hecho acaeció antes o después de lo ocurrido. Es figura literaria cuando es voluntario y con fines estético, como es el caso.
(3) El emperador Carlos elevó a La Gasca a la silla espiscopal de Palencia, y su hijo, Felipe II, a la de Sigüenza.
(4) Quiero aclarar que el universo mental del hombre andino,  incluidos los mestizos, culturalmente más indios que blancos debido al medio y en parte, sin duda, por la mayor proporción de sangre india, salvo excepciones, es sumamente complejo y difícil de penetrar por el hombre blanco, más aún si es un extranjero recién llegado. Son mentalidades que caminan por sendas opuestas, y hay que conocer muy bien la sicología de los naturales, producto de largos años de contactos y de interés y estudio por su cultura, para poder entender su manera de pensar y, desde luego, no siempre se consigue.   
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El puente colgante inca sobre el Apurimac, dibujo hecho en 1877 por  el explorador estadounidense Squier. Se puede apreciar la magnificencia del entorno.


El puente colonial sobre el río Pachachaca (Abancay)

    

Puente colonial sobre el río Mapocho (Paucartambo)






Foto actual de los restos de otro puente 
       


Amanecer en “Tres Cruces”
(se aprecia la llanura amazónica cubierta de nubes)



 El sol en su esplendor

Abajo:
Tres imágenes del Boquerón del Padre Abad.





          



                         CUADERNO DE BITÁCORA

          Son casi la seis de la tarde de un veinticinco de Enero de 1961, cuando me encuentro formando cola en el puerto de Barcelona, en espera de embarcar con destino al Perú a bordo  del “Américo Vespucci”, una nave italiana que ha llegado procedente de Génova y cuyo destino final es Valparaiso, Chile.
        Un ir y venir de pasajeros ajetreados, carretillas cargadas de maletas y baúles, gente despidiendo a sus familiares y amigos, se sucede alrededor del barco. Repitiendo a Machado, yo también voy “ligero de equipaje”: dos maletas, una grande, con ropa, y la otra, mas pequeña, con otras pertenencias, incluidas mi colección de sellos, que no he querido abandonar a un destino incierto y que aún conservo, aunque desde entonces poco tiempo les he dedicado.
        Mientras llega el momento de subir a bordo, entablo conversación con el señor que me precede; un hombre  cincuentón,  muy moreno, con bigote y de pronunciado acento catalán. Se trata del Sr. Pámies, que va también a Lima. Su hija se acerca, conversamos y,  al saber que también voy al Perú, me pide por favor que haga compañía a su padre durante el trayecto,  ya que es la primera vez que sale del hogar familiar hacia un destino tan lejano, y a esa edad. Es un técnico en la  industria del plástico, contratado por una empresa peruana, uno de cuyos accionistas es un médico catalán residente en Perú. 
        Yo voy al Perú a la aventura; en realidad, nunca me he sentido el clásico emigrante. He dejado por propia voluntad mi puesto en el Banco de Bilbao, luego de quince años de labor en Tánger y ocho meses en el Servicio Extranjero, en Madrid, pues mi mente siempre estuvo más allá de un lugar en la banca. Se negaron a concederme la excedencia; los motivos ya no importan.
      Fue una decisión largo tiempo meditada y obsesiva, hasta que se presentó la ocasión: el fin de la banca española y extranjera en el Marruecos independiente. No estaba en mi pensamiento quedarme en la nueva entidad que se formó: el Banco Hispano Marroquí, ya que los aires que se empezaban a respirar en la nueva nación, no me seducían en absoluto. Para mí, en concreto, la ciudad que me vio nacer veintisiete años atrás había dejado de existir: o sea, el Tánger Internacional, cosmopolita, crisol de razas (eso dicen algunos), con sus luces y sombras, con sus problemas por supuesto, pero al fin de cuentas mi ciudad natal, cuyas calles y callejuelas con sus vericuetos conocía al dedillo, cien veces recorridas, pues siempre me ha gustado deambular por los lugares más recónditos de las ciudades en que he vivido, y conocer sus pequeñas historias y anécdotas, aquellas que la gente del común ignora.
     La noche de mi marcha de Madrid, tras despedirme de mi mujer—me había casado dos meses antes—, no quise que ella ni ningún otro familiar me acompañara a la estación de Atocha,  donde tenía que tomar el tren para Barcelona, a eso de la siete de la tarde. Durante esas horas tenía que estar mentalmente preparado, sentirme fuerte y no mostrar debilidades de último momento. Era una decisión dura; abandonar todo, trabajo, estabilidad, familia, en pos de una quimera. Pero eran mis sueños, culpa en gran parte de aquellas lecturas que durante años me sorbieron el seso, lecturas muchas de los cuales viven en los libros que aún forman parte de mi modesta biblioteca (bastante mermada, pues muchos libros quedaron en Perú al partir definitivamente).
     Ya en el andén, vi aparecer inesperadamente, casi corriendo (no fuera a llegar tarde), a mi ex compañero y mejor amigo, Julio Corrales; juntos habíamos compartido años de labor, bromas, tardes de pesca en los muelles, días de playa, excursiones por las afueras de Tánger, etc. algo que nos unió para siempre a pesar de la distancia. No quiso dejarme partir sin un abrazo de despedida.
        En el compartimento del tren había otras dos personas cuando entré, charlando sobre  sus respectivos destinos: el más joven iba a Suiza, destino preferido entonces para muchos emigrantes españoles: el otro, se dirigía a Salta, ciudad del interior de Argentina, ya en los límites con Chile y Bolivia. Se trataba de un hombre algo mayor que yo, madrileño, de profesión ebanista. El hombre estaba también un poco mohíno y tenía que embarcar dos días después que yo con destino a Buenos Aires. Así que nos alojamos en una pensión cerca de la Plaza de Cataluña y compartimos nuestras vidas durante dos días, para nunca volver a vernos (no digo jamás, porque nunca se sabe). 
        El día siguiente era Domingo, y para más Inri con respecto a nuestro estado anímico, llovió a cántaros. Paseamos por Las Ramblas y bajamos hasta el puerto. Allí en una plaza estaba (y está) la estatua  del almirante de la Mar Océana señalándonos el rumbo que debíamos seguir. Al anochecer, entramos en un cine para ver el estreno de Ben Hur, y sentir de paso como la lluvia aporreaba con furia la cubierta del local. La noche pasó, una larga noche, casi en vela, con pensamientos encontrados, pero no había vuelta de hoja; “las naves habían sido quemadas y tenía que partir rumbo al soñado imperio de los incas”.      
    El “Américo Vespucci” abandonó el puerto de Barcelona, ya completamente de noche, en demanda del estrecho de Gibraltar. Tras acomodarnos en el camarote asignado, poco después sonó la campana llamando a la cena. La mar estaba picada por el viento de levante y las olas golpeaban el barco,  meciéndolo con fuerza. Abandoné el comedor y me asomé con precaución a la cubierta, agarrándome firmemente, ya que la nave se inclinaba ora a babor, ora a estribor, mientras veía salpicar la espuma de las olas que rompían con furia contra la proa. Aparecieron también algunos pasajeros afectados por el mareo y pronto comenzaron a vomitar. Otros miraban, al igual que yo, como el barco estaba a punto de abandonar el Mediterráneo De pronto surgieron luces de ciudades a ambos lados del buque—África a un lado, al otro Europa (Espronceda)—, pero mis ojos sólo estaban fijos en las que titilaban a babor: las de Tánger. Largo rato permanecí así, acodado en la borda, mientras desfilaban innumerables recuerdos por la mente, hasta que las luces fueron perdiendo intensidad y se difuminaron en la distancia. Eran el ultimo eslabón que me ataba al pasado.
     El día siguiente amaneció en pleno Atlántico, con ciertas brumas matutinas; un día gris y desapacible. Se hicieron fotos a los pasajeros. El levante continuó toda la jornada más allá del golfo de Cádiz, pero un día más tarde la mar se sosegó, el azul del cielo se hizo mas intenso y comenzamos a conocer mejor a nuestro compañeros de travesía, que irían dejándonos a los largo del viaje según sus respectivos destinos. 
       Uno de ellos era un chico madrileño con el que compartía camarote; iba Bogotá, contratado por una editorial, creo que como linotipista o algo así. Hicimos buenas migas y junto con Pamíes formábamos grupo. Había también otros españoles, dos parejas de chilenos-alemanes, no se si de nacimiento, aunque sus esposas si lo eran. Cada vez que veo al entrenador del Madrid, Schuster, su forma de hablar, etc. me recuerda a uno de ellos. También varios libaneses y palestinos residentes en Chile, que regresaban de sus países llevando a algún familiar para trabajar en sus negocios, generalmente de textiles; varias jóvenes italianas, de aspecto y vestimenta pueblerina, recién casadas por poderes—según supe—cuyos maridos vivían en Venezuela y que estaban acompañadas por una señora de más edad, probablemente familia de alguna. El grupo aparecía por la tarde en cubierta, mientras los marineros les dedicaban piropos a veces subidos de tono. También iban a bordo cinco o seis pescadores cubanos que regresaban a su tierra, porque su barco se había averiado en las Canarias. Uno, mestizo de chino claramente, se unía a nosotros por las tardes para echar una partida de cartas, hasta que nos llamaban a cenar. Todos ellos acostumbraban a reunirse con los españoles. 
       Entre los demás españoles, no puedo dejar de mencionar a Juanito, un muchacho no tan muchacho, natural de Algámita, en la provincia de Sevilla. Un tipo peculiar, casi analfabeto, pero con una confianza increíble en su persona. No tenía complejos, nada era imposible para él. Su mayor afán era ser torero. Era un tipo bajito y esmirriado, con cara de cierto retraso mental. Conocía media Europa. Trabajando en lo que fuera había estado en Francia, Suiza, Bélgica, Holanda y donde no me acuerdo ya (poco después regresó a España y un buen día me llegó una postal suya desde Escocia). Mientras duró el viaje no tuve mayor contacto con él, que el saludo normal entre un pasajero y otro. Recuerdo, asimismo, a un matrimonio rumano, de cierta edad. Ella era doctora, gerontóloga quiero recordar, e iban a Bogotá. Con el marido jugué varias veces al ajedrez; desde luego mis conocimientos eran elementales y perdí en todas las ocasiones, de forma a veces humillante, ya que él era un excelente jugador. Hice una particular amistad con un italiano, Andrea Rossi, natural de Génova, profesor de acordeón, que había vivido varios años en Chile y Caracas. donde tuvo una tienda de instrumentos musicales, y que luego de un tiempo con su familiares en Italia, regresaba a América, pero ahora su destino era Perú.  A veces sacaba su acordeón y se ponía a tocar, mientras formábamos coro a su alrededor. 
        Un personaje curioso el amigo Rossi, con el que seguí manteniendo contacto durante el tiempo que permaneció en Lima, hasta que tomó otros rumbos. Veinte años después reapareció y vino a verme, después de averiguar mi nueva dirección; vivía por entonces en Córdoba (Argentina), dedicado a buscar caracoles exóticos para venderlos a  museos de su país, según me contó, algo ciertamente extraño desde luego; no en vano, mi mujer siempre sospechó de sus actividades: ese Rossi debe ser un espía; fíjate—me decía— que siempre que hay acontecimientos políticos relevantes en algún país latinoamericano, aparece por  allí (era la época de la guerra de las Malvinas). Además, ¿tu crees que alguien puede ganarse la vida vendiendo caracoles? Anda mujer—contestaba yo-- tu siempre tan suspicaz, ja, ja. Nunca más supe de él
     Por cierto, la primera comida china que degusté fue por invitación de Rossi, meses después de nuestra llegada. Había regresado de otro viaje a Italia, después de estar en Colombia para comprar esmeraldas; las llevó a Génova, donde su hermano se encargó de venderlas con buen beneficio, según la carta que me enseñó. Así que, para celebrarlo, nos invitó a mi mujer y a mí al mejor ”chifa” (como llaman en Perú a los restaurantes chinos) que había entonces en Lima, el Kuo Wa, en la Plaza de Armas. 
    Siguiendo con el viaje, nuestro primer destino fue la isla de Tenerife. Un mediodía, cuatro días después de nuestra salida de Barcelona, vimos aparecer la masa rocosa y de verdor exuberante de la isla, la que rodeamos hasta atracar en el Puerto de la Cruz. Mis recuerdos son bastantes vagos: el puerto, un parque con palmeras, un puesto donde vendían cocos, subir por una cuesta donde vi en una plazoleta un centenario drago, árbol mítico canario por su savia roja conocida como “sangre de drago”, especie de panacea para todo los males; y ya, en la parte baja, mirando a la bahía, estaba el famoso cañón que arrancó un brazo al almirante Nelson, cuando fue derrotado en su intento de tomar Tenerife en 1797.
     Hice una visita a un comerciante indio, cliente del banco en Tánger, Chandiram Mulchand, con el que había mantenido cierta amistad. Cuando partí para Madrid, me dio su tarjeta de visita por si un día iba a Tenerife, donde estaba la casa matriz administrada por su hermano mayor, Girdarimal. Así que tuve la curiosidad de ir a ver al hermano, pero cual fue mi sorpresa cuando fue el propio Chandiram, precisamente, quien apareció ante mi vista. Sus ojos saltones y un tanto bovinos me miraron con asombro y una amplia sonrisa iluminó su ancho rostro. Charlamos un rato: las cosas no marchaban bien en Tánger; el comercio había decaído, pues las medidas económicas adoptadas por el gobierno de Rabat no habían sentado bien, algo lógico por lo demás para los comerciantes, teniendo en cuenta que cuando era ciudad internacional no se pagaban impuestos, los derechos aduaneros eran bajísimos, cada quién contrataba y despedía a sus empleados cuando le venía en gana, sin finiquitos, no había seguridad social, ni jubilaciones, ni nada por estilo. Pero ahora todo empezaba a cambiar. Ante esta situación y un futuro incierto para los extranjeros, pues la interna-cionalización estaba condenada, la gente inició la marcha, una marcha sin retorno para la mayoría.
        Partimos de Santa Cruz al atardecer rumbo a La Guaira. Durante siete días sólo vimos agua, cielo, peces voladores y delfines. Por suerte, el tiempo estuvo excelente. Alquilé una tumbona por 100 pesetas, y después del desayuno salía a cubierta y me tendía a la bartola, bien con un libro en las manos, conversando con mis compañeros o, simplemente, dejando correr mi vista por el océano infinito hasta el horizonte, donde se unía con un cielo azul sin mácula. 

    Una mañana, se me acercó un matrimonio español, profesores de castellano que iban a Colombia, sabedores por conversaciones anteriores de que yo hablaba francés medianamente, y me presentaron a un hombre de esa nacionalidad, que tenia algo de “mono” por hablar su lengua. Hicimos cierta amistad y conversamos de diversas asuntos, apoyados en la baranda del barco o sentados en  las tumbonas. Así supe que su nombre era Robert Vergnes, espeleólogo, cinturón negro de yudo, pintor, escalador, escritor, etc. No hacia mucho había estado en Guatemala, explorando unas cuevas donde halló un lote de figuras de terracota precolombinas,  huacos como se les llama en Perú. Tanto éstas, como otras que había obtenido en Costa Rica en anterior ocasión, las llevó a Francia donde consiguió venderlas. Ahora regresaba nuevamente a Costa Rica para dirigirse a la isla de los Cocos, en busca de tesoros escondidos por piratas en el pasado. En esos tiempos, en la mayoría de los países iberoamericanos no existía una legislación adecuada para impedir el tráfico de piezas precolombinas, salvo que fueran de oro. Además, siempre quedaba el soborno a las autoridades aduaneras.  
     Estábamos ya cerca de las costas americanas, cuando oí por la radio del barco que unos días antes, un capitán portugués llamado Henrique Galvao se había apoderado en alta mar del trasatlántico luso Santa Maria, que cubría la ruta regular Lisboa-La Guaira, como señal de protesta contra el gobierno de Salazar. No llegamos a cruzarnos con ellos. Días más tarde conocimos el final de la aventura, con el internamiento del barco en Recife, a donde había sido desviado, pues el presidente brasileño Janio Quadros había concedido el derecho de asilo a los revolucionarios portugueses y españoles que formaban el comando.
        Por cierto, durante esos días en alta mar hice mi primer “negocio” americano. En efecto, gane unos cuantos dolares, diez o doce, vendiéndole unos sellos de los que tenía repetidos a un griego que vivía en Estados Unidos y que desembarcaría en Panamá para tomar otro barco con rumbo a su destino.   
     Por fin avistamos la costa colombiana, con su vegetación lujuriosa; en un momento dado apareció ante nosotros una inmensa mancha marrón en medio del mar, de varios kilómetros: era el caudal que vertía en el océano el río Magdalena, esa vena de agua coprotagonista de la futura novela de García Marquez “El Amor en los tiempos del Cólera”. 
     Luego el mar Caribe y La Guaira, el principal puerto de Venezuela, rodeada por cerros llenos de vegetación, salpicados de ranchitos multicolores. Eran tiempos difíciles para la emigración. El país estaba saturado de trabajadores europeos—principalmente italianos, españoles y portugueses—llegados durante el mandato de Marcos Pérez Jimenez, el dictador que modernizó a Caracas y transformó las infraestructuras del país, convirtiendo a Venezuela en uno de los países mas modernos de Suramérica, gracias a la bonanza que aportó al país sus inmensas reservas de petróleo. Pero el dictador fue derrocado por un levantamiento popular y los extranjeros no eran vistos con muy buenos ojos. Como me contó Rossi, que vivió de cerca los acontecimientos, los opositores salían a las calles portando carteles donde podía leerse: “Con las tripas de los italianos vamos a hacer sogas para ahorcar a los españoles”. 
     Tras la caída de Pérez Jimenez, la situación económica del país comenzó a deteriorarse y el gobierno de turno debió tomar medidas a fin de detener el constante flujo migratorio, impidiendo  el desembarco de inmigrantes, que eran devueltos a sus países de origen.
      Cuando atracó el barco y luego de las formalidades aduaneras de rigor, desembarcaron los venezolanos y extranjeros residentes que volvían de pasar unas vacaciones en Europa, mientras otros pasajeros intentaban obtener el permiso correspondiente para visitar Caracas. Vi que casi todo el mundo abandonaba la aduana, mientras que el agente que me tenía que otorgar la autorización me la negaba, pese a insistirle que mi destino era Lima, como lo atestiguaba mi pasaje y el visado peruano; pero nada, al tipo se ve que no le caí bien y se empeñó en amargarme el día. Sin embargo, yo no me dí por vencido e insistí tanto que, al fin, me dijo que fuera a solicitar el permiso a su jefe, que se encontraba en una sala con otras autoridades portuarias tomándose unos tragos. El inspector no puso el menor reparo cuando le informe de mis deseos, tras mostrarle el pasaje, y ordenó al subalterno que me diera el permiso correspondiente.
    Finalmente en tierra, al pie del barco me encontré con el matrimonio rumano, mi compañero de cuarto (Vicente se llamaba) y la pareja de profesores españoles que estaban en espera de algún otro viajero que quisiera ir a Caracas, en un taxi que habían contratado propiedad de un español, para que así les saliera más barato el pasaje. 
     Anocheciendo ya, subimos a Caracas pasando por un largo túnel perfectamente iluminado; solo me faltaba sacar la cabeza por la ventanilla para respirar el aire del Caribe; me sentía como embelesado, estaba en Venezuela, la “tierra prometida” con la que también había soñado un día. Caracas, con sus titileantes luces, carreteras modernas e inmensas por donde circulaban lujosos coches; la Plaza Bolívar, donde fui a depositar una carta para mi mujer; caras blancas (éstas mucho menos), cobrizas, mulatas, zambas y negras por doquier. El taxista nos llevó a ver una nueva avenida en la que aparecían estatuas de libertadores, y desde un altozano vimos subir el funicular que lleva el Cerro Ávila—desde donde se observa el magnífico panorama de la capital a sus pies—, pero no teníamos mucho tiempo, así que desistimos de subir.
      Fuimos a ver uno de los orgullos de los caraqueños de entonces: el emblemático Hotel Tamanaco, con su inmenso e iluminadísimo vestíbulo repleto de gente a esas horas; nos asomamos a sus jardines, donde al borde de la piscina se veían numerosas parejas sentadas a las mesas bebiendo cócteles y, en el aire, una música suave que envolvía la noche tropical. La gente nos veía pasar con cierta curiosidad, pues nuestra indumentaria desentonaba en aquél lujoso ambiente (yo iba con un simple vaquero y camisa blanca), y escuché decir: “deben ser tripulantes de algún barco extranjero”. Regresamos al puerto al borde de la madrugada. Me costó conciliar el sueño. 
      Partimos rumbo a la isla de Curazao, en las Antillas Holandesas. En unión de Pámies, el francés y Vicente, mi compañero de cuarto, bajamos a conocer la capital, Willemstad. La ciudad parecía un cromo, con sus casitas de estilo holandés, sus calles extremadamente limpias, muy animada, con su gente mayoritariamente de color. Algo totalmente nuevo para mi. No me imaginaba la cantidad de ciudades holandesas que iba a conocer cuarenta años después. 
      Aquí, lo imprevisto, la casualidad de nuevo, lo que menos me podía imaginar a tantos kilómetros de distancia y en semejante lugar. Cuando paseaba por la calle principal, de pronto un rostro vagamente conocido. Retengo el paso y veo que la persona que viene hacia mí hace lo mismo, y me mira fijamente: se trataba de un indio que había sido apoderado de la casa Kishu Mirani en Tánger, cuyo local estaba en el Zoco Chico. Aunque nos conocíamos relativamente, nos paramos a conversar un rato; se sorprendió, al igual que yo, lógicamente, de encontrarnos en un lugar impensado por ambas partes. Había sido trasladado a la isla, donde los indios poseían prósperos comercios.  
    Por la tarde entramos en un bar a tomar unas cervezas, e iniciamos conversación con un par de negros que estaban acodados en el mostrador; nos dijeron que eran tripulantes de un barquito de cabotaje que comerciaba con  la cercana Venezuela. Aunque entre ellos se expresaban en la lengua criolla de la isla, el papiamento, hablaban perfectamente el español, aunque con acento caribeño.
     Abandonamos Willemstad al anochecer. Como viajaba en clase turista, teníamos los camarotes bajo cubierta, por lo que nos llegaba el rumor amortiguado de los motores del barco, pero como estaba algo cansado, no tarde en dormirme. Desperté al amanecer y noté que no se oía el ruido de las máquinas. Miré por el ojo de buey y me quedé sorprendido: tenía nuevamente ante mis ojos el puerto y las casas de Willemstad. La nave había regresado a puerto debido a problemas en la sala de maquina y volvería a salir tan pronto estuvieran resueltos. 
      Así que volvimos a recorrer la ciudad, después de desayunar, y ya al atardecer, cuando estábamos esperando la hora de embarcar, vi a mi amigo el francés que, de pronto, se puso a escalar un talud casi vertical que daba a la carretera, solo ayudándose de manos y pies, con grave riesgo de romperse la crisma, pero era un tipo experimentado.
     Entretanto, nuestra vida a bordo se desarrollaba al compás de cierta monotonía: desayuno aceptable, con huevos duros incluidos, almuerzo regular, principalmente pastas y, si no las querías, recuerdo en particular una lentejas horribles, aguadas, sin sabor casi, acostumbrado como estaba a comerlas riquísimas en casa, bien aderezadas y con sus buenos trozos de chorizo. La merienda también estaba bien, con sus pastelitos, y luego, la cena. Por lo demás, conversación en la cubierta o en el amplio salón acristalado, tomando a veces una copa de chianti o una gaseosa que adquiríamos en el bar, etc. y ver sólo agua y cielo tendido en la tumbona, ahora ya en menor medida, pues las costas americanas estaban prácticamente al alcance de la vista, como lo demostraban las numerosas aves marinas que revoloteaban alrededor del barco, para ingerir los desperdicios que arrojaban desde las cocinas.
   Un día después, al atardecer, apareció Cartagena de Indias, la heroica y sufrida ciudad que, a lo largo de los siglos, soportó asedios y saqueos por parte de las potencias enemigas de España y de la piratería del Caribe. Pero su mayor gloria iba a tenerla en 1741, cuando después de resistir durante varias semanas el cañoneo de la poderosa flota inglesa del almirante Vernon, compuesta por mas de 180 barcos y 26.000 hombres, cuyas fuerzas sextuplicaban las españolas, éstas, comandadas por el heroico marino Blas de Lezo, infligieron una humillante derrota a Vernon, que impotente, se retiró con su flota gravemente dañada (perdió casi la mitad de sus naves) y con un saldo de 9.000 muertos y siete mil heridos—muchos de los cuales fallecieron después—, poniendo rumbo a Jamaica para lavar sus heridas. Por cierto, otros de los que mordieron el polvo en esa ocasión, fue un hermano de George Washington y los dos mil y pico de soldados yanquis que aportó al intento de invasión.  Cartagena era la llave de las Indias, y su caída hubiera dejado el paso libre a los ingleses para apoderarse del resto del Imperio Español.
     Al atardecer, el transatlántico entró al puerto por la Boca Chica, pasando ante los imponentes fortificaciones de San José y San Fernando, donde, desde las escolleras a sus pies, un tropel de muchachos negros se zambullían para recoger las monedas que los pasajeros  arrojaban a las aguas de la bahía. 
     Despues de cenar,  Robert Vergnes y yo salimos a visitar Cartagena; enfilamos por la explanada que había luego de las instalaciones portuarias hacia las primeras casas. Allí nos indicaron en que dirección estaba el centro de la ciudad; pasamos por modestas casitas con jardín delantero, donde sus moradores disfrutaban del relativo frescor del anochecer tendidos en sus hamacas. El centro estaba desierto, todas las tiendas permanecían cerradas y no había un alma; pasemos por sus calles admirando las viejas casas coloniales con sus balcones de madera; seguimos mas allá hacia una amplia explanada, ésta si llena de vendedores ambulantes de frutas y comidas, con sus carretillas, y un público heterogéneo. De algunas bares cercanos salían los sones de la cumbia.
     Ya de regreso al barco, nos detuvimos en un bar de las cercanías del puerto, uno de esos clásicos bares que han existido en todos los puertos del mundo, para tomar una cerveza. Era un local atendido por mujeres, varias de las cuales no dejaron de mirarnos con intención, esperando algún signo de complicidad, pero el único interés por nuestra parte era saborear unas cervezas. Yo, por lo menos, no me sentía con ganas de que nadie me recordara después, sin ser marinero ni tan rubio, como en la copla de Concha Piquer “Tatuaje”. Bueno, es una broma. 
     Durante la travesía nos habían informado de que en el puerto cartagenero eran muy solicitadas las manzanas chilenas que nos daban como postre, y por un par de ellas nos entregaban una cría de caimán disecada o unas maracas. Así, la mañana antes de partir, por tres manzanas me dieron un saurio de casi un metro de largo, de color verde— también los había marrones—, que durante mucho tiempo tuve en mi casa de Lima como adorno. En aquella época abundaban los caimanes en el río Magdalena.
      Salimos de Cartagena, por mi parte con cierta decepción por no haber podido visitar el castillo de San Felipe de Barajas, por falta de tiempo. Allí se consumó la total derrota británica, cuando en una salida desesperada, Blas de Lezo decidió arremeter a campo abierto contra los atacantes, empujando hasta el mar a los que lograron sobrevivir a la matanza.
     Llegamos anocheciendo al puerto panameño de Cristóbal, a la entrada del canal. Saltamos a tierra y nos dirigimos a la calle principal, en la zona franca, donde a pesar de la hora se veían varias tiendas abiertas, casi todas propiedades de indios, así como varios bares de aspecto parecido a los saloon del lejano oeste, con sus medias puertas batientes. Iba con el amigo Pámies y después de recorrer de arriba abajo la calle, nos desviamos por una zona con soportales, completamente desierta; entonces, desde un taxi en marcha llamó nuestra atención su conductor, advirtiéndonos que no se nos ocurriera seguir, pues nos exponíamos a ser asaltados. Así que regresamos.
   A la mañana siguiente desembarque y pase a la zona estadounidense, dirigiéndome a la estafeta de correos para enviar una carta a mi mujer. La diferencia con la parte panameña era considerable: calles con las veredas ajardinadas, muy limpias, casitas de estilo norteamericano, con sus jardines, sus vallas blancas, etc. Ese día no pudimos pasar el canal, ya que había otros barcos por delante de nosotros. Robert Vergnes había desembarcado en Cristóbal, para continuar viaje a Costa Rica, tras despedirse de nosotros. Mientras, el barco se retiró del puerto y fondeó en la bahía, en espera de ser autorizado a iniciar las maniobras para atravesar el canal. Era una mañana hermosa, sin excesivo calor, y un mar en calma. 
     Cuando llegó el momento, el barco penetró en la cámara que iba a elevarlo para permitirle la travesía por el itsmo.  Un espectáculo para recordar de por vida, que valía por casi todo un viaje. El agua para subir y bajar las naves en cada juego de esclusas se obtiene por simple gravedad del inmenso lago Gatún, uno de los reservorios de agua artificiales más grande del mundo, formado por una represa sobre el río Chagres. Los barcos son remolcados de una cámara a otra, mediante potentes locomotoras eléctricas que operan desde ambos lados de las esclusas. Son esenciales para que el tránsito sea seguro, ya que, además de remolcar, frenan y mantienen al buque en la posición correcta con relación a las estructuras de las esclusas, por cierto una idea de Gustave Eiffel, ya que Lesseps pretendía un canal a nivel del mar. Precisamente, los empréstitos para la fracasada obra de Lesseps, ayudaron en buena medida a Eiffel para construir su torre.
      Tardamos entre nueve y diez horas en atravesar el canal, soportando, ahora si, un calor húmedo y pegajoso a través de las marismas, donde vimos alguna iguana. El buque pasó el ahora llamado corte Gaillard (antiguo Culebra), la esclusa de Pedro Miguel y la de Miraflores, cuyas compuertas son las más altas de todo el sistema y que bajaron el barco a nivel del Pacifico, mientras veíamos las luces de Balboa, a la salida del canal. Mi imaginación me inducía a ver a Vasco Nuñez de Balboa penetrando en la Mar del Sur, con espada y estandarte en las manos, para tomar posesión de ella en nombre de los reyes de Castilla. El conquistador extremeño, nacido en Jérez de los Caballeros, había sido paje de Pedro Portocarrero, señor de Moguer. Hijo de Nuño Arias de Balboa, éste apellido por el castillo de Balboa, cerca de Villafranca, en León, según se cree. Se desconoce el nombre de la madre de Vasco.
     Por fin estábamos en el más grande de los océanos y el fin del viaje se aproximaba; los días pasados había procurado, no siempre con éxito, sobre todo por las noches, dejar de lado temores y vacilaciones sobre el incierto futuro que me aguardaba a 10.000 kms de distancia de mi vida anterior, sin trabajo, escasos de fondos, una esposa intranquila y expectante, y un mundo desconocido. Pero—me decía a mi mismo—¿acaso no eran estos tus deseos? pues ya no hay vuelta atrás. 
     Todavía nos quedaban un par de escalas antes de llegar a la capital peruana. La primera, Buenaventura, el principal puerto de Colombia en el Pacifico. Una ciudad que no podría definir con exactitud, ya que mis recuerdos sobre ella son sumamente borrosos. Lo más claro que tengo es que compré una postal de la ciudad, para enviarla a mi  mujer, en una modesta tienda atendida por una señora, y que tomamos unos refrescos en un bar repleto de noctámbulos, con música caribeña a todo dar. Según supe años más tarde, cuando ampliaba mis conocimientos sobre la historia de la Conquista, Buenaventura fue fundada por el piloto Juan Ladrillero, natural de la villa  onubense de Moguer, quien participó en el viaje de Pascual de Andagoya. Recibió ese nombre por conmemorarse el día de su fundación la fiesta de San Buenaventura. 
        El chico madrileño que compartía camarote conmigo, desembarcó aquí para dirigirse en avión a Cali y después a Bogotá, donde iba a trabajar en una editorial. Pámies y yo le acompañamos, a altas horas de la noche, al modesto campo de aviación, cuyas instalaciones estaban prácticamente vacías. El calor era fuerte y se oían los sonidos de los grillos y otros insectos en la noche tropical. Pronto oímos el ronroneo del pequeño aparato. Nos íbamos quedando solos.  
     Por fin alcanzamos la línea ecuatorial. Aquella noche hubo baile a bordo, como es costumbre. Llegamos a la noche siguiente a la isla ecuatoriana de la Puná, en el golfo de Guayaquil, pero no desembarcamos, pues el barco fondeó en la bahía. Por la borda vimos llegar un enjambre de canoas, cuyos tripulantes venían a vender frutas y verduras frescas para la despensa del barco, mientras adquirían brandy “Fundador”, pañuelos de colores para mujer y otras baratijas que los tripulantes del barco acostumbraban vender, para ganarse un extra. Nos advirtieron que tuviésemos cuidado en cerrar con llave nuestros camarotes, ya que aquellos individuos en más de una ocasión habían desvalijado las pertenencias de algún pasajero, pues aprovechaban la subida al barco para recorrer los pasillos con toda impunidad, ante la total indiferencia de la tripulación.
     El barco partió de madrugada; al levantarme vi a mi izquierda la estrecha faja costera peruana semidesértica, donde a veces aparecía una mancha verde, allí por donde fluyen los no muy caudalosos ríos que bajan de los Andes—que se yerguen paralelos a la costa—, y donde a través de la historia se fue estableciendo el hombre. En algunos lugares también se observaban construcciones de adobes semiderruidas, de época preinca, mochicas o chimúes.           
      El especial clima de la costa peruana, con lluvias escasas y débiles por lo general (la garua), es consecuencia de la corriente fría de Humboldt,  que llega desde la Antártida y da lugar a la enorme riqueza pesquera del Perú. Por lo general, las temperaturas no son extremas en la costa, aunque sobre todo en Lima los índices de humedad son altos. 
      Las ondas de una emisora peruana sonaron a través de los altavoces del barco: “aquí Radio América, transmitiendo desde Lima, Perú”. El barco enfiló hacia el puerto de El Callao, de cuyos alrededores surgían columnas de humo procedentes de las fabricas de harina de pescado, con su particular tufillo. La primera impresión no fue muy agradable. El Perú vivía entonces el boom de la pesca de la anchoveta (especie de boquerón). Habíamos llegado a nuestro destino, luego de 21 días de travesía. Mi vida comenzaba una nueva y definitiva etapa.

(1) Años después de mi encuentro con Vergnes, ojeando una mañana un ejemplar de Paris Match en la oficina, me encontré con un amplio reportaje sobre este personaje. Unas fotografías le mostraban casi desnudo en una playa de la isla de los Cocos (Costa Rica). Había permanecido varios meses allí, cual moderno Robinsón, alimentándose de lo que encontraba para sobrevivir, hasta que lo recogió un barco que pasó por la inmediaciones. 
        Su aventura comenzó cuando, en compañía de dos compatriotas, había ido a la isla a buscar uno de los tantos tesoros que las leyendas dicen que fueron ocultados por piratas, pero la lancha que los llevaba naufragó y los dos franceses se ahogaron. La esposa de uno de ellos había solicitado una investigación a las autoridades, pues tenia sospechas sobre la versión ofrecida por Vergnes. No sé que resultó de la misma.
     Vergnes murió en 2004 en París, donde tenia una tienda de antigüedades de objetos precolombinos, según supe a través de Internet, cuando no hace mucho me dio por averiguar que había sido de él.

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