martes, 4 de septiembre de 2018

MITO Y RELIGIÓN EN LOS ANDES, por Antonio Rodríguez Martín

Esta publicación  es el resultado  de un laborioso  trabajo de investigación y recopilación de  varias obras especializadas en el tema, realizado por Antonio Rodríguez Martín.



MITO Y RELIGION EN LOS ANDES

iINTRODUCCIÓN

El mito es una herencia compartida de recuerdos atávicos, que se transmiten de generación en generación, si bien una parte de ellos está basado en hechos ciertos, que ocurrieron en la noche de los tiempos—en la protohistoria—, y que fueron magnificados, trastocados o idealizados por la fantasía, otros parten de creencias en conceptos abstractos o irreales. Por ejemplo, el miedo a lo desconocido, a lo incomprendido, hizo que los seres humanos creyeran en la antigüedad que sus dioses—manifestaciones en gran parte de las fuerzas de la naturaleza—eran un reflejo de ellos mismos, con iguales virtudes y defectos; entonces los personificaron. Pero, sin embargo, eran vistos al mismo tiempo como fuerzas espirituales que debían ser adoradas, imploradas y apaciguadas; así que establecieron las ofrendas y sacrificios.
Los creadores de los mitos creían en la verdad de lo que referían, y puede considerarse que los mitos tienen realidad, en la medida en que simbolizan todo aquello que escapa a la razón. El mito es un ingrediente esencial de todos los códigos de conducta moral: las leyes de la vida siempre han derivado la legitimidad de sus orígenes, en el mito y la religión. El pensamiento religioso de los pueblos primitivos se expresa, casi exclusivamente, en mitos, y todas las religiones, tanto las ya desaparecidas como las existentes en la actualidad, tienen un componente mítico más o menos importante.


LA HUACA


El gran concepto integrador de la religión en el antiguo Perú es la huaca, un término vago e impreciso que sirve para designar a una fuerza espiritual, fuera de lo común, que viene a encarnarse o materializarse en cualquier objeto, persona o lugar que posea poderes “trascendentes”.
En la práctica todo lo raro e insólito era huaca. Podía ser cualquier cosa: nevados, cerros, manantiales, ríos, necrópolis, adoratorios, apachetas, etc., e incluso hasta los niños gemelos o aquellos que tenían un dedo de más. Las llamadas apachetas no eran otra cosa que cúmulos de piedras apiladas junto a un camino y donde los indios colocaban sus ofrendas: maíz, coca, plumas y sal, de reconocido poder mágico, para que los espíritus les protegieran durante su viaje. Cuando pasaban junto a ellas, como muestra de veneración, se arrancaban pelos de cejas y pestañas y poniéndoselos juntos a la boca, mirando al sol, los soplaban hacia lo alto. La misma ciudad del Cuzco era una huaca y, como no, el propio Inca. Todas ellas poseían poderes proféticos, y se les rendía culto con plegarias y sacrificios.
Las huacas podían ser benéficas o maléficas. Eran consultadas, tanto por el Inca como por cualquiera de sus súbditos. En algunas de ellas se depositaban los tesoros provenientes de las ofrendas o del servicio religioso. Como muchas de estas huacas se identificaban explícitamente con los antepasados, es decir los cuerpos de los difuntos momificados (los mallquis); sus tumbas y sus fetiches familiares eran considerados huacas. Éstas desempeñaban también funciones astrológicas y astronómicas, indis-pensables para el funcionamiento del calendario agrícola. Por regla general, la palabra mallqui se refería a la momia de los antepasados inmediatos, mientras huaca designaba a un antecesor lejano, frecuentemente mítico y deificado.
Los antepasados hablaban por boca de las momias: podían contestar preguntas de forma oracular a través de un sacerdote llamado mallquihuillac, o sea “el que habla con los difuntos”. Sus espíritus también podían aparecer como chispas en la lumbre y había que arrojarles algo de comida para que se alimentasen. Asimismo, se les podía invocar a través del fuego, pero sólo en ocasiones muy especiales. Existía la creencia de que si se les dejaba de venerar y ofrecerles sacrificios, estas huacas solían abandonar sus lugares de descanso y agredían o mataban a quienes se topaban con ellas.
La prosperidad del ayllu (1) dependía de esas reliquias, y la perdida o el robo de alguna momia representaba una gran desgracia para la comunidad, ya que los antepasados definían al ayllu y protegían a sus miembros. El cuidado de las huacas estaba encomendado a los más ancianos, pero, por lo general, quienes se beneficiaban de este culto eran los sacerdotes que atendían el lugar. Entendida como santuario, cada huacatenia al menos un sacerdote cuyo labor consistía en mantener el culto—conservando los ritos—, recoger las ofrendas y hacer de oráculo. Cuando se producían terremotos los indios decían que la tierra y las huacas tenían sed; entonces les hacían muchas ceremonias y les echaban agua para que las aplacaran.
Sin embargo, las huacas no eran generalmente lugares sagrados oficiales, aunque los incas procuraron utilizar las locales en su beneficio, consagrándolas como suyas, ya que al utilizar una deidad conocida les era más fácil acceder a los creyentes y, al mismo tiempo, irrumpiendo en el orden local, se desarticulaba la organización anterior. De esta forma podían imponer nuevos criterios, como el culto del sol.
No puede afirmarse, por otra parte, que todo los lugares con connotaciones sagradas o sobrenaturales fueran templos en el sentido arquitectónico de la palabra, sino simples adoratorios donde se ofrecían los sacrificios, y siempre al aire libre, ya que a los señores del Cuzco les interesaba la fastuosidad de las ceremonias y de las ofrendas para impresionar a los pueblos sometidos.
Por otro lado, si el Tahuantinsuyo—nombre el imperio inca--entraba en guerra, las tropas iban a la batalla portando “la guaca mayor de su tierra, para obligarlos a más perseverancia, y si acontecía ser derrotados, el ejercito vencido se retiraba poniendo sus guacas a buen recaudo”, dicen los informes coloniales, que nos hablan también de un ídolo que Huayna Cápac llevaba en sus campañas militares y que fue hallado por los Agustinos: “ Era de palmo y medio, muy mal hecho y feo, tenía la garganta desgarrada y, en ella, un agujero por donde consumía las ofrendas proporcionadas por los fieles: “carne de llama, sangre de cuy (y probablemente sangre humana), etc. Su cuerpo—se añade—estaba cubierto por una especie de betún que le asemejaba a un ser humano “.
A pesar del culto que los incas rendían a las huacas, tampoco vacilaban a la hora de tomar medidas drásticas contra aquellas cuyas predicciones les habían sido contrarias. Cuando Túpac Inca Yupanqui pasó por Huamachuco—de camino hacia la región de Quito para sofocar una sublevación—, al consultar al oráculo local éste predijo que el Inca moriría a no tardar mucho, lo cual se cumplió. Tiempo después, su hijo Huayna Cápac pasó por el lugar y, al ver lo rico y famoso que se había hecho el oráculo, a raíz del anuncio de la muerte de su padre, se puso furioso y mandó quemar el templo. (Arriaga)
El cronista indio Huamán Poma de Ayala informa también de que, en otra ocasión. el mismo Huayna Cápac mandó destruir todas las huacas e ídolos del imperio por haberse negado a hablar con él. Igualmente, Atahualpa arrasó el adoratorio del dios Catequíl de Huamachuco, de características parecidas a Pachacamac, cuando al con-sultarlo sobre su conflicto con Huáscar, el oráculo le dio una respuesta adversa. La furia de Atahualpa le llevó a matar al sacerdote principal con sus propias manos, decapitar al ídolo y arrojar su cabeza a un río.
Atahualpa tampoco creía en Pachacamac, pues sus vaticinios también le fueron desfavorables, pero en esta ocasión no tomó ninguna medida contra el ídolo, quizá por el gran prestigio que tenía entre las poblaciones costeñas. De todas formas, parece que no vio con malos ojos su destrucción por los españoles.
Aunque el concepto huaca es todo lugar u objeto sagrado, se ha interpretado su significación como la de un sustantivo que indica acción: huaccani (llorar o gemir), que era la actitud que adoptaban los naturales para reverenciar a todo lo sagrado. Otro verbo, huaccaychani, significa “guardar, tener guardado” y, generalmente, la función de la huaca se identifica con la protección. Por lo general, dicho vocablo se aplicaba a las divinidades mayores, mientras las menores eran llamadas vilcas (o huilcas).
Ya en tiempos del Virreinato, el licenciado Polo de Ondegardo, nombrado Corregidor del Cuzco, encontró que los habitantes de la ciudad imperial veneraban a más de 400 fetiches en la ciudad y sus alrededores.
(1) El Ayllu es un grupo familiar que se considera descendiente de un lejano antepasado común.

EL CULTO DE LOS ANTEPASADOS


La creencia de que los espíritus de los muertos tienen un papel activo y determinante en el mundo de los vivos, era una tradición muy antigua de cultos de la muerte—profundamente arraigada entre los pueblos prehispánicos del Perú—, que llegó a formar parte del meollo de la religión. Tanto es así que, estrechamente vinculados con el alto panteón formado por las tres principales divinidades, Huiracocha, Inti e Illapa, se encontraban dos conceptos religiosos esenciales en aquella sociedad: el culto de los antepasados por intermedio de los mallquis (las momias) y las huacas
Cristóbal de Mena, uno de los primeros cronistas, relataba así su encuentro con esa manifestación, tan trascendental en la vida de los pueblos andinos: “En aquella casa había muchas mujeres, y estaban dos indios en manera de embalsamados y junto a ellos estaba una mujer viva con una mascara de oro en la cara, aventando con un aventador el polvo y las moscas, y ellos (los difuntos) tenían entre las manos un bastón muy rico de oro. La mujer no permitió que entrasen dentro si no se descalzaban, y (los conquistadores) les sacaron muchas piezas de oro a los bultos secos, aunque no todos porque Atabalipa les había rogado que no se los sacasen, porque era su padre, el Cuzco “.
Los reyes muertos seguían, pues, influyendo podero-samente en el devenir del Imperio Incaico, mientras los miembros de sus panacas (grupos familiares descendientes del Inca, denominados también ayllus reales,) los reverenciaban y consultaban como si de dioses se trataran, pues no en vano eran los “hijos del Sol “. Igualmente, en todo el Tahuantinsuyo se veneraba como “protectores” a los antepasados de los ayllus locales, a los cuales habían dado origen, y hacían brotar y fructificar los productos de la tierra. (No por casualidad la palabra quechua mallqui significa—según el diccionario de González Holguín (1608)—“planta tierna para sembrar”). Los restos de los difuntos eran, pues, tratados como cosas sagradas (huacas), y se les rendía culto mediante ofrendas, ritos fúnebres y sacrificios, incluso de personas.
La no observancia de esta costumbre podría acarrear fatales consecuencias al ayllu, es decir, toda clase de males, enfermedades y penurias. Cuando alguien fallecía se quemaban algunas de sus pertenencias y otras se enterraban con el difunto. Si se trataba de un señor principal, enterraban con él a algunas de las personas que más amaba, así como a servidores elegidos para atenderle en el más allá. Después de las exequias se dirigían familiares y amigos a casa del difunto y allí comían, bebían y se emborrachaban.
A cada rey momificado se le hacía otra imagen, dándole una insólita vitalidad y múltiple presencia, y se le reve-renciaba con igual pasión que a su momia. Estas momia-fetiches no se sepultaban nunca; se guardaban en el interior de pequeñas grutas a temperatura adecuada, vestidas y con mascaras, ya que eran sacadas en ocasiones para participar en ceremonias religiosas, procesiones o rogativas para pedir la lluvia. Su cuidado estaba encomendado a los más ancianos. Los antepasados, en consecuencia, protegían al ayllu mientras sus miembros cuidaran y veneraran a losmallquis y a las huacas, ya que si por desgracia algún enemigo se apoderase de la momia de algún antecesor, la suerte del grupo se vería en grave peligro. Entonces, a sus miembros no les quedaba más remedio que obedecer los deseos de los secuestradores, mientras tuvieran en su poder los despojos, a fin de evitar las terribles consecuencias que de ello se derivarían.
Por lo general, el antecesor común de una comunidad estaba a menudo representado por un ídolo (su doble o “bulto” como lo llamaron los conquistadores, aunque en ocasiones también aplicaron este vocablo a las momias), cuya captura o destrucción significaba igualmente el desastre. Los Incas aprovecharon estas creencias y tenían a numerosos fetiches en el Cuzco en calidad de rehenes. Los súbditos estaban, pues, obligados a desplazarse a la capital imperial a rendir culto a su fundador. Cuando estallaba alguna revuelta, los Incas hacían azotar públicamente a los “bultos” rehenes de las provincias alzadas, hasta que éstas terminaban por someterse a la autoridad cuzqueña. suplicando piedad. Un ejemplo de a que extremos podía llegar esta costumbre, nos lo proporciona la afrenta cometida por Atahualpa contra la momia de su abuelo paterno, Túpac Inca Yupanqui, a cuya casta (la panaca) él no pertenecía en virtud de la tradición matrilineal. Cuando los generales quiteños de Atahualpa, Calcuchimac y Quisquis entraron en el Cuzco—como venganza contra la estirpe de Huáscar— sacaron los restos de Túpac Inca del Coricancha, los arrastraron por las calles y luego los quemaron; además, mataron a la madre y a la mujer de Huáscar y exterminaron a casi todos los miembros de su estirpe de la forma más cruel.
Cuando moría un emperador todos sus palacios, mobiliario y enseres, sirvientes y demás posesiones, seguían recibiendo el mismo trato y eran confiados a su panaca. Ésta era una colectividad social que incluía a todos los familiares del Inca por línea masculina (o sea la nobleza más alta del Imperio: los orejones), excepto a su sucesor, que fundaba su propia panaca. El propósito principal de la panaca era el de servir al soberano muerto, mantener su mallqui y perpetuar su culto mediante una serie de rituales tan extraños para la mentalidad europea que causaron perplejidad, asombro e incluso repugnancia a los conquistadores españoles.
El poder de la panaca debió ser bastante fuerte, tanto como para imponer su criterio al soberano en determinadas ocasiones. Fue así como Huayna Cápac debió renunciar a una mujer con la que pretendía casarse, porque “la momia de su padre se lo negó “. Una vez muerto Huayna Cápac, parece que se hizo casar a su mallqui con Mama Raua, en un intento para legitimar el acceso del hijo de ambos, Huáscar, al trono del imperio.
Durante las exequias de un Inca se sacrificaba a sus mujeres preferidas y a sus criados y miembros de su guardia, para que todos les siguieran sirviendo en la otra vida, aunque existen evidencia de que fueron enterrados vivos en muchas ocasiones, una costumbre casi generalizada entre los pueblos americanos. Si nos remitimos al relato de Miguel de Estete sobre la muerte y funerales de Atahualpa, la cosa no puede estar más clara. Dice al respecto : “Yo vi por mis ojos, estando en la iglesia cantando los funerales de Atabalica, cuando llegaron ciertas señoras, hermanas y mujeres suyas y otros privados, haciendo mucho estruendo, tal que impi-dieron el oficio. Manifestaron que era costumbre cuando el gran señor moría que todos aquellos que bien le querían se enterrasen vivos con él; a los cuales se les respondió que Atabalica había muerto como cristiano y que no se había de hacer lo que ellos pedían. Entonces regresaron a sus aposentos y allí se ahorcaron todos, ellos y ellas.”
Al difunto se le ofrendaban numerosas cosas, particular-mente niños, y con la sangre de los infantes se hacia una raya de oreja a oreja en su rostro. Después los cuerpos del rey y de sus mujeres eran embalsamados. También, cuando fallecía un señor principal, muchos de sus familiares—por no caber en la sepultura—hacían hoyos en los campos del señor muerto y allí se metían, creyendo que su ánima pasaría por aquellos lugares y se los llevaría con él. Algunas de sus mujeres, para agradar más a su dueño, se colgaban de sus cabellos y así se mataban. Refieren que cuando murió Huayna Cápac fueron inmoladas más de mil personas. También Betanzos escribe que, en sus últimas instrucciones, Pachacútec ordenaba que “se trajera un millar de muchachos y de muchachas para que sean enterradas por mí en todos aquellos lugares en los que dormí y donde solía disfrutar”.
A los muertos reales se le hacían honras fúnebres tres veces al año: la primera llamadatioya era a los cinco días de su fallecimiento, la segunda seis meses después era realizada en el Cuzco, y la tercera, llamada culluhuacauri era a fin de año y se efectuaba en todo el Tahuantinsuyo. Entonces terminaban todas las muestras de aflicción y dolor, y se lavaban la cara para eliminar los afeites de color negro con que las traían tiznadas.
Mientras, los entierros de la gente común se efectuaba la mayor parte en el campo, en lugares altos y donde el viento soplase. Acostumbraban a colocarles en las manos, en la boca y en otras partes, piezas de oro y plata y los vestían con sus mejores ropas. Algunas sepulturas tenían tenían un sistema de conductos para ofrecer libaciones al difunto. Los hechiceros solían sacar los dientes a los muertos y cortarles las uñas para practicar sus brujerías, al igual que hacían sus congéneres en Europa.
Según otro relato de la época, “en la provincia de Jauja acostumbraban a meter a los muertos dentro de un pellejo fresco de llama, lo cosían por fuera, le daban forma al rostro marcándole los ojos, la boca y la nariz y así los tenían en sus casas para sacarlos durante las ceremonias principales”. En algunos lugares también tenían por costumbre de abrir las sepulturas y renovar la comida y ropa que allí habían colocado como ofrenda. Antes de enterrarlos los lloraban durante varios días; contra más alta era su jerarquía, más lo lloraban con grandes gemidos y, acompañándose con música, relataban las hazañas del difunto”.
Juan de Betanzos, gran conocedor de las costumbres indígenas—estuvo casado con una hija de Huayna Cápac—dice al respecto: “ Los embalsamaban y los envolvían en ropas ligeras; cuando había fiestas y celebraciones los sacaban a la plaza principal del Cuzco, y se había necesidad de lluvias los llevaban ricamente vestidos y cubierto el rostro, y los paseaban por campos y punas. Si los servidores querían ir a holgar a las casa de los muertos, decían que así lo quería el difunto y hacían grandes bailes con borracheras incluidas”.
Por su parte, Pedro Pizarro escribe: ”Los sentaban en hilera conforme a su antigüedad y allí comían y bebían los criados que los guardaban, encendían lumbre delante de ellos usando cierta leña que ya tenían cortada muy pareja, y en ese fuego quemaban la comida que a los cuerpos muertos habían puesto. Y continua: “también colocaban delante de los difuntos unos vasos grandes con cangilones llamados vilques, hechos de oro y plata, y en ellos echaban la chicha con que brindaban a los muertos, mostrándosela primero y luego brindando unos muertos con otros y muertos con vivos y al contrario. Luego derramaban la chicha de los vilques sobre una piedra redonda que tenían por ídolo en mitad de la plaza (el uctu o agujero ceremonial), alrededor de la cual había una alberca pequeña hacia donde corría la chicha por ciertos sumideros y caños ocultos “.
Lo que resulta de estas ceremonias es bastante claro: a un Inca no se le consideraba muerto según nuestros criterios. Para su panaca era como si siguiera con vida. Esta “vida “ ininterrumpida tenia una gran importancia, dado que convertía a las momias reales en uno de los objetos más venerados del imperio. No hay que olvidar que, en vida, el “hijo del Sol “ formaba un nexo de comunicación entre el mundo de aquí, el terrenal (el Cay Pacha) y el de arriba (el Hanan Pacha), donde viven los dioses. Para el común de la gente era la manifestación visible de la divinidad, una huaca, un objeto sagrado, un centro del mundo viviente como su capital, el Cuzco, lo era físicamente.
Las momias de los reyes muertos se guardaban en el Coricancha, símbolo de la religión imperial. En el templo había nichos en las paredes destinados a exhibirlos durante las grandes fiestas religiosas junto a las imágenes de Viracocha, Inti e Illapa. Las momias de las coyas (las esposas principales del Inca) estaban colocadas a ambos lados de la representación de la luna (Quilla), mientras las de los Incas lo estaban a los de Inti.
Al respecto, no cabria dudar de la sinceridad de las creencias incas sobre la vida eterna de sus soberanos, y la importancia de conservar sus cuerpos momificados. Un ejemplo lo tenemos en Atahualpa: cuando le ofrecieron la alternativa de ser quemado en la hoguera, conservando sus creencias, o ser convertido al cristianismo y morir en el garrote, el Inca no dudó y prefirió el garrote para evitar que su cuerpo fuese destruido por las llamas. El ser quemado o decapitado era uno de los peores castigos en el mundo andino; en el primer caso, conducia a la muerte eterna y, en el segundo, a la condición de penante. Dice Pedro Sancho de la Hoz: ”Después de ser bautizado, y aunque estaba sentenciado a ser quemado vivo, se le dio una vuelta al cuello con un cordel y de este modo fue ahogado. Pero después de haber sido ahogado de esta manera, en cumplimiento de la sentencia se le arrimó fuego de modo que le quemara alguna parte de la ropa y de la carne”. Y añade que “los principales señores y caciques que lo servían recibieron gran contento, considerando la grande honra que se le hacía por no haber sido quemado vivo.”
Pachacútec, el fundador del Imperio, es citado por algunos, como el primero que deifica el cuerpo momificado de su padre y lo hace “vivir“ en palacio, instaurando así el culto de los antepasados. Los restos de los anteriores gobernantes habían estado hasta entonces depositados en el cerro Huanacaure, por encima del Cuzco, el santuario más renombrado del linaje inca. Los fardos funerarios de los diez primeros Incas fueron colocados en el Coricancha, mientras sus “dobles” reposaban en sus palacios y, a veces, acom-pañaban al monarca en sus expediciones guerreras como símbolo tutelar, o se los utilizaba como sustituto del señor muerto en las ceremonias publicas. En ocasiones se les daba también a las momias el nombre de Illapa, el dios del trueno y el rayo.
Existe un paralelismo entre los Incas y los reyes de Chimú (o Chimor), el otro gran imperio de la costa norte que fue sojuzgado por Túpac Inca: ambos imperios compartían la misma tradición de cultos de la muerte, cuya característica más notoria era el derecho de propiedad de los reyes muertos, costumbre que entre los chimúes venia de más antiguo. Esta tradición se conoce también como “la herencia partida”, ya que un señor chimú no perdía sus propiedades al morir, pues una parte pasaba a su heredero y el resto se confiaba a sus otros descendientes, quienes quedaban a cargo de administrar estos bienes para atender el cuidado de la momia y mantener su culto. Sin embargo, entre los incas la costumbre era diferente, pues el señor fallecido seguía “disfrutando” de todos sus bienes a través de su panaca, mientras que el heredero se veía en la obligación de conseguir nuevas propiedades para su beneficio.
En los palacios chimués existían grandes plataformas sepulcrales, donde se colocaban los restos momificados junto con ricas ofrendas fúnebres y los restos de sus mujeres y sirvientes sacrificados. En otras plataformas se disponía, además, la inmolación de varios miles de ciudadanos a fin de acompañar a su soberano y atraer la bendición de los dioses. Las tumbas chimúes no se sellaban, al parecer para permitir que losmallquis pudiesen ser sacados—como los de los Incas—en las fiestas más relevantes.
Para hacerse una idea de la trascendencia que este culto tenía entre los pueblos indígenas, vale la siguiente anécdota, ya en tiempo de la administración hispana: “Cuando los magistrados españoles impartían justicia, observaron con estupor lo que se desarrollaba ante sus ojos. Desde su estrado veían a muchas personas, muy viejas, que cabeceaban en cuclillas sobre el asiento, con la cara tapada por un lienzo o una máscara. Una vez dictada la sentencia, los indios que estaban sentados junto a esas extrañas criaturas, se los cargaban como fardos en las espaldas y se dirigían a la salida. Cuando los jueces averiguaron quienes eran esos ancianos que los indios se echaban al hombro, quedaron estupefactos, y no era para menos, pues se trataba de...cadáveres; eran las momias familiares, las cuales debían estar presentes cada vez que había que adoptar una decisión importante para el porvenir del ayllu. La presencia de momias en los juicios, aparece en los informes que las audiencias enviaban a la península y que se encuentran en los archivos peninsulares.
Al irse imponiendo las costumbres cristianas entre los indios, muchos traían a enterrar a sus deudos en iglesias y cementerios, pero luego volvían de noche, desenterraban los restos y los trasladaban a sus huacas o a los cerros y pampas donde se hallaban sepultados sus antepasados. Entonces, en unión de amigos y parientes celebraban el acto de acuerdo con la tradición, comiendo, bailando y emborrachándose. Así ocurrió con el cadáver de Atahualpa, que fue sacado de su tumba por Rumiñaui, cuando los españoles abandonaron Cajamarca, y llevado a tierras quiteñas.
La iglesia católica no fue ajena al peligro que conllevaba para la fe cristiana esta veneración de las momias. Aunque las panacas hicieron lo imposible para preservar sus mallquis y bultos de los extirpadores de idolatrías, al fin las momias de varios Incas fueron encontradas por el licenciado Polo de Ondegardo, corregidor del Cuzco, quien las tuvo en su casa y allí las vio el Inca Garcilazo. Se dice que las envió a Lima (El padre José de Acosta dice que fueron depositadas en el Hospital de San Andrés), pero lo cierto es que desaparecieron y no se sabe adonde fueron a parar, aunque parece que terminaron siendo quemadas. A pesar de la persecución de las autoridades, tanto religiosas como civiles para extirpar este culto, se cree que siguió practicándose en la clandestinidad—según los informes oficiales—hasta mediados del siglo XVII.
Ciertos estudiosos avalan la teoría de que el culto de los antepasados contribuyó a impulsar la expansión imperialista incaica, dado que el sucesor del difunto tenia que conseguir el patrimonio necesario mediante nuevas conquistas, lo que desató tensiones políticas, económicas y administrativas en todo el Tahuantinsuyo, así como frecuentes alzamientos. (Aunque hay quienes desechan esta teoría, no deja de ser sintomático el hecho de que cada vez que un Inca era coronado, inmediatamente emprendía una campaña de conquista). De hecho, el estado cuzqueño enajenaba las mejores tierras, que se convertían en hacienda del monarca, de los ayllus reales o del culto solar. Además, los habitantes de los territorios ocupados estaban obligados a proveer al estado de mano de obra y a entregar la mayor parte de su ganado de camélidos. Otra carga para el pueblo era el servicio militar obligatorio. Quienes se rebelaban eran sometidos duramente y desterrados como mitimacunas a lugares lejanos. Durante una de estas revueltas, el Inca trasladó a territorio aimará a más de cuarenta grupos étnicos, algunos desde lugares tan lejanos como Quito
Huáscar entró en escena en un momento critico para el imperio, cuando debido a la tradición de “la herencia partida”, consecuente con el culto de los antepasados, se necesitaban más tierras para el nuevo Inca o bien drásticas reformas sociales. Él sabía cual era el meollo de los problemas: el derecho de propiedad de los deudos fallecidos. Entonces cometió la mayor herejía a los ojos de las panacas: propuso abolir ese culto y repartir las tierras dedicadas a su sostenimiento. Huáscar se quejaba de que “los muertos poseían lo mejor de su reino” y de que no se le había dejado tierras suficientes para él.
La medida enfureció a los orejones, ya que no sólo ofendía a su piedad, sino quizá lo más grave: atentaba contra sus intereses y privilegios. Además, según la creencia, ello atraería la ira y la venganza de los mallquis con sus funestas consecuencias para todos. En vista de la situación, la alta nobleza cuzqueña decidió apoyar a Atahualpa en sus pretensiones al trono. La suerte de Huáscar estaba echada.
Para algunos historiadores parece claro, pues, que el culto de los antepasados y la partición de la herencia, aplicada a una economía basada en los impuestos en trabajos y en la posesión de tierras cultivables, sometió al estado Inca a unas tensiones que le llevó a un destino fatal. Desde sus comienzos, el imperio llevaba el germen de su destrucción, y fueron sus ascendientes, a quienes los Incas confiaban su destino, quienes se volvieron contra ellos y los destruyeron.

Nota: Considerando la opinión que existe entre muchos estudiosos con relación al origen de ciertos aspectos de la religiosidad de los antiguos peruanos, sobre todo de la costa norte, y que estarían vinculados con conceptos llegados desde Mesoamerica, es de destacar la costumbre del pueblo mixteca en cuanto al ritual mortuorio, que recuerda algunos aspectos del peruano. En efecto, cuando moría un Señor, o sea un reyezuelo, en su entorno se seguía hablando de él como si estuviera aún vivo y, entretanto, se ponía delante del cadáver a uno de sus esclavos vestido con los atavíos del Señor y durante aquel día recibía los honores debido a su dignidad. A medianoche, el cadáver era trasladado a un bosque o cueva para darle sepultura y, de regreso, sacrificaban al esclavo.

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