lunes, 23 de julio de 2018

Mi amigo Mochito


                                               MI AMIGO MOCHITO
Nos trasladamos al siglo pasado,   a finales de la década de los cincuenta.  Y nos encontramos    en Tetuán, capital del  Protectorado Español de Marruecos, donde nacimos decenas de miles de españoles.  Allí, muy cerca de donde yo vivía - la judería- tenía una lujosa casa D. Jacob, dueño de un próspero almacén de ultramarinos. Era uno de los muchos  sefarditas  cuyos ascendientes fueron expulsados  -otros fuyeron- de  su amada Sefarad  y pozzaron sus moradas   una vez que otra  (se establecieron por lo general) en la Zona Norte de Marruecos. Ellos, al igual que el resto de la colonia hebrea –mayoritariamente sefardita-   hablaban  haketía, un dialecto  hispano-judeo que tomaba emprestadas palabras de la cultura del alderredor  y que seguían las reglas gramaticales del castellano.
Jacob y Raquel tenían dos hijos, Ester, que era la primogénita, y Moisés, al que en casa  llamaban Mois. Todos ellos, los cuatro,  eran gordos, no sé si por una simple  cuestión  genética o quizás  porque comían demasiado. De esto último  -de que comían demasiado-  prometo que es cierto.
En el barrio judío eran conocidos  como  “la familia de los gordos”; sin embargo yo,   que entonces era un niño igual que Mois,  por respeto o, tal vez,  en agradecimiento  por lo bien que se portaban connmigo, me refería a ellos llamándoles “gorditos”  que a mí, entonces,  me parecía  más bien un apelativo cariñoso. Al menos,  yo,  con esa intención lo decía.
Allí  teníamos una pandilla, todos  españoles, que era  una especie de sociedad limitada, yo diría que limitadísima y no  sólo por  sus  escasos miembros, sino por sus escasos  -yo diría que escasísimos- recursos económicos, y   cuyo objeto social era única y exclusivamente hacer chiquilladas que, a veces, no eran tales por lo atrevidas y disparatadas.   Yo era algo así como el  consejero-delegado de la compañía  y, obviamente, el que más diabluras tenía  que cometer  ---y cometía-  para “dar ejemplo” y  divertimiento propio y  del resto de los “socios”.  Moisés, que era mi amigo y al que yo llamaba Mochito, me insinuó  un día que le gustaría pertenecer a nuestra  pandilla.  Por supuesto que no daba el perfil. En primer lugar era un niño bueno y  todos nosotros éramos unos niños “malos”, de lo que además presumíamos ¿Qué pintaría Mochito  en este grupo tan ávido de las más disparatadas travesuras? Me  insistió tanto que me vi obligado a someter al “consejo de administración” su ingreso en la pandilla. Me  costó trabajo convencer al resto de los miembros y tuve que hacer valer mis galones  para que el grupo lo admitiera  como uno más. Y aun así  tuve que apoyarme en   las ventajas  económicas que  les dije podría aportar al grupo.    Él no participaba en las barrabasadas, pero disfrutaba con ellas. Además, como andaba sobrado de  inteligencia,  sugería ideas y aportaba valor a la sociedad. Y algo más procedente del almacén de ultramarinos de su padre. Anda  que no  presumía   él y lo  importante  que se sentía  cuando aparecía con un paquete de galletas y nos la repartía.
Mochito era más bien bajito  y,  como ya he dicho,   gordito; bueno seamos serio,  en realidad y   ahora que no nos oye ni creo que vaya a leer esto,   os diré que no era gordito,   era gordo,  muy gordo,  casi  redondo, de cabeza redonda,  cara roja y redonda, sus ojos grandes  y  también  redondos. Redondas sus pequeñas orejas, De risa fácil y escandalosa, cuando reía su pequeña  redondita boca se  hacía grande y  seguía siendo redonda cuando  enseñaba sus pequeños  dientes al reír;  y ¡no os lo vais a creer, también  parecían redondos!
Redondo. Todo se me antojaba redondo…
Pero, hombre, si hasta el almacén de Don  Jacob  era (un negocio)  redondo.
  Mochito,  eso sí, era  todo  un pedazo de pan, tan bueno como esas tortas de trigo  morunas, redondas, claro.  Y aunque me  cueste  reconocerlo y más aún decirlo,  no era, como  ya habréis  deducido,  ningún adonis  sino más bien todo  lo contrario: feo, gordo, desgarbado  y, por si fuera poco,  encima   tímido. Parecía   uno de esos modernos  peluches  tan feos  y que tanto gustan  - no sé por qué-   a los más   pequeños.  Ahora,  inteligente y listo era un rato largo. Nadie se explicaba cómo podría ser él  tan feo y  tener una  hermana tan guapa.  Ester era una belleza endiamantada.  
En no pocas ocasiones, Mochito, haciendo gala de su listeza,  le tomaba el pelo a alguno de los “socios” y  éstos ni se enteraban. A mí me hacían gracias sus  bromas  y,  cuando se percataba que lo miraba de reojo  sonriendo, me devolvía la  sonrisa  socarronamente tratando de ocultar su redonda carita    cual  manzana royal gala,  sin disimular su  lógica satisfacción por el éxito de su “atrevida”  burleta.  En la intimidad  me confesaba  que ésas eran las travesuras con las que él disfrutaba y se sentía  realizado cuando las   llevaba a cabo.  A mí me divertían.
Alguna que otra tarde la   pasaba yo  con Mochito jugando   en el patio trasero de su casa.  A veces subíamos a  una habitación que había en lo alto de la vivienda, una especie de trastero  que en jaquetía   ellos llamaban azzoria.   Su padre  no quería que jugásemos allí y, no sé por qué, montaba en cólera  cuando  nos veía dentro.  En la  tarde de un jueves, que no  teníamos   colegio, estábamos   enredando  en  la dicha  azzoría  cuando,  de repente y a una hora inesperada,   regresó  a casa Don Jacob.  Oímos   ese ruido tan característico  que hacen los grandes portalones de casa   antigua al abrirse.    “Ahí está mi padre, guo por míse haga”, dijo Mochito con cara de espanto. Y no quiero ser pesado, pero lo tengo que decir,  cuando se asustaba la cara se le  hacía más redonda aún. Lo reconoció nada más sentir los pasos lentos y pesados de su progenitor.  Sus pisadas,   perezosas  - y no porque   él lo fuera- eran inconfundibles.    Yo salí veloz y en dos segundos ya estaba  en  nuestro espacio  de juego  habitual,    el patio  de la casa.  Mochito, con la rapidez máxima a la que podía aspirar, y que le permitieran  su  balumbo cuerpo  y sus cortas patitas,  me siguió, llegó   hasta allí  jadeando,  se  sentó   a mi lado  y me dijo: ansina kedemos.  Entonces  escuchamos  la sonora    voz de D. Jacob que,    con  armoniosa  y musical  eufonía  sefardita,  preguntaba “¿Dónde está mi princesita?”. “Aquí estoy papa”, respondió su hija  Ester, saliendo de su habitación.  Prosiguió el padre “¿Dónde esta mi principito?”. Mi amigo  salió  raudo del patio  y,  abrazando a su padre, le  respondió  “Aquí estoy papá”. Y volvió a inquirir D. Jacob “¿Y dónde está mi reina?”. Al instante  apareció la madre dirigiéndose a  su marido, andando con cierta dificultad y  balanceando su  obeso cuerpo para llevar mejor sus pesados kilos,    y  con una amplia sonrisa y con  los brazos extendidos en señal de bienvenida, que hasta ellos parecían sonreír,   le  respondía   cariñosamente y con igual eufónica voz: “Aquí, estoy mi rey, aquí estoy”.
Abrazados ambos hasta donde sus brazos alcanzaban   a   rodear sus respectivos voluminosos cuerpos, platicaron de esta guisa y con la musicalidad propia de la jaketía:
J.- Se te aparezca lo bueno, mi reina.
R.- Tu boca en los cielos, mi rey.
J.- Que el Dio nos dé el bien y onde ponerlo también.
R.-Con bien estés mi güeno
I.- Ansina kedes tú…
La casa de Don Jacob era una especie de mansión, en la que parte de la misma parecía una reproducción exacta de una noble morada del medievo.  Y los vocablos  y expresiones  reales, cual  si pretendieran revivir   esa época,   como   una constante en sus vidas,   aparecían  reiteradamente  por doquier. Podría decir, sin faltar a la verdad,  que  dichos términos  -para ellos- estaban  a la orden del día y formaban parte de su vocabulario habitual. Si hasta la asistenta  - una guapa  jovencita rifeña-  se llamaba Malika, que en árabe significa reina.    

Julio Liberto Corrales




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