MI AMIGO MOCHITO
Nos
trasladamos al siglo pasado, a finales
de la década de los cincuenta. Y nos
encontramos en Tetuán, capital
del Protectorado Español de Marruecos,
donde nacimos decenas de miles de españoles. Allí, muy cerca de donde yo vivía - la
judería- tenía una lujosa casa D. Jacob, dueño de un próspero almacén de
ultramarinos. Era uno de los muchos
sefarditas cuyos ascendientes
fueron expulsados -otros fuyeron- de su amada Sefarad y pozzaron sus moradas una vez
que otra (se establecieron por lo
general) en la Zona Norte de Marruecos. Ellos, al igual que el resto de la
colonia hebrea –mayoritariamente sefardita- hablaban haketía, un dialecto hispano-judeo que tomaba emprestadas palabras
de la cultura del alderredor y que seguían
las reglas gramaticales del castellano.
Jacob y
Raquel tenían dos hijos, Ester, que era la primogénita, y Moisés, al que en
casa llamaban Mois. Todos ellos, los
cuatro, eran gordos, no sé si por una
simple cuestión genética o quizás porque comían demasiado. De esto último -de que comían demasiado- prometo que es cierto.
En el
barrio judío eran conocidos como “la familia de los gordos”; sin embargo yo, que entonces era un niño igual que Mois, por respeto o, tal vez, en agradecimiento por lo bien que se portaban connmigo, me
refería a ellos llamándoles “gorditos”
que a mí, entonces, me parecía más bien un apelativo cariñoso. Al menos, yo, con
esa intención lo decía.
Allí teníamos una pandilla, todos españoles, que era una especie de sociedad limitada, yo diría que
limitadísima y no sólo por sus
escasos miembros, sino por sus escasos -yo diría que escasísimos- recursos económicos,
y cuyo objeto social era única y exclusivamente hacer
chiquilladas que, a veces, no eran tales por lo atrevidas y disparatadas. Yo era
algo así como el consejero-delegado de
la compañía y, obviamente, el que más
diabluras tenía que cometer ---y cometía-
para “dar ejemplo” y divertimiento
propio y del resto de los “socios”. Moisés, que era mi amigo y al que yo llamaba
Mochito, me insinuó un día que le gustaría
pertenecer a nuestra pandilla. Por supuesto que no daba el perfil. En primer
lugar era un niño bueno y todos nosotros
éramos unos niños “malos”, de lo que además presumíamos ¿Qué pintaría
Mochito en este grupo tan ávido de las
más disparatadas travesuras? Me insistió
tanto que me vi obligado a someter al “consejo de administración” su ingreso en
la pandilla. Me costó trabajo convencer
al resto de los miembros y tuve que hacer valer mis galones para que el grupo lo admitiera como uno más. Y aun así tuve que apoyarme en las
ventajas económicas que les dije podría aportar al grupo. Él no participaba en las barrabasadas, pero
disfrutaba con ellas. Además, como andaba sobrado de inteligencia, sugería ideas y aportaba valor a la sociedad.
Y algo más procedente del almacén de ultramarinos de su padre. Anda que no presumía
él y lo importante que se sentía cuando aparecía con un paquete de galletas y
nos la repartía.
Mochito
era más bien bajito y, como ya he dicho, gordito; bueno seamos serio, en realidad y
ahora que no nos oye ni creo que
vaya a leer esto, os diré que no era gordito, era gordo, muy gordo, casi redondo, de cabeza redonda, cara roja y redonda, sus ojos grandes y también redondos. Redondas sus pequeñas orejas, De
risa fácil y escandalosa, cuando reía su pequeña redondita boca se hacía grande y seguía siendo redonda cuando enseñaba sus pequeños dientes al reír; y ¡no os lo vais a creer, también parecían redondos!
Redondo.
Todo se me antojaba redondo…
Pero,
hombre, si hasta el almacén de Don Jacob
era (un negocio) redondo.
Mochito, eso sí, era
todo un pedazo de pan, tan bueno
como esas tortas de trigo morunas,
redondas, claro. Y aunque me cueste reconocerlo y más aún decirlo, no era, como
ya habréis deducido, ningún adonis
sino más bien todo lo contrario:
feo, gordo, desgarbado y, por si fuera
poco, encima tímido.
Parecía uno de esos modernos peluches tan feos y que tanto gustan - no sé por qué- a los más
pequeños. Ahora,
inteligente y listo era un rato largo. Nadie se explicaba cómo podría
ser él tan feo y tener una
hermana tan guapa. Ester era una
belleza endiamantada.
En no
pocas ocasiones, Mochito, haciendo gala de su listeza, le tomaba el pelo a alguno de los “socios”
y éstos ni se enteraban. A mí me hacían
gracias sus bromas y,
cuando se percataba que lo miraba de reojo sonriendo, me devolvía la sonrisa
socarronamente tratando de ocultar su redonda carita cual manzana royal gala, sin disimular su lógica satisfacción por el éxito de su
“atrevida” burleta. En la intimidad me confesaba
que ésas eran las travesuras con las que él disfrutaba y se sentía realizado cuando las llevaba a cabo. A mí me divertían.
Alguna
que otra tarde la pasaba yo
con Mochito jugando en el patio trasero de su casa. A veces subíamos a una habitación que había en lo alto de la
vivienda, una especie de trastero que en
jaquetía ellos llamaban azzoria. Su
padre no quería que jugásemos allí y, no
sé por qué, montaba en cólera
cuando nos veía dentro. En la
tarde de un jueves, que no
teníamos colegio, estábamos enredando en la
dicha azzoría cuando, de repente y a una hora inesperada, regresó a casa Don Jacob. Oímos ese ruido tan característico que hacen los grandes portalones de casa antigua al abrirse. “Ahí
está mi padre, guo por míse haga”, dijo Mochito con cara de espanto. Y no
quiero ser pesado, pero lo tengo que decir, cuando se asustaba la cara se le hacía más redonda aún. Lo reconoció nada más
sentir los pasos lentos y pesados de su progenitor. Sus pisadas,
perezosas - y no porque
él lo fuera- eran inconfundibles.
Yo salí veloz y en dos segundos
ya estaba en nuestro espacio de juego
habitual, el
patio de la casa. Mochito, con la rapidez máxima a la que podía
aspirar, y que le permitieran su balumbo cuerpo
y sus cortas patitas, me siguió,
llegó hasta allí jadeando,
se sentó a mi lado
y me dijo: ansina kedemos. Entonces escuchamos
la sonora voz de
D. Jacob que, con armoniosa
y musical eufonía sefardita, preguntaba “¿Dónde está mi princesita?”. “Aquí
estoy papa”, respondió su hija Ester,
saliendo de su habitación. Prosiguió el
padre “¿Dónde esta mi principito?”. Mi amigo salió raudo
del patio y, abrazando a su padre, le respondió “Aquí estoy papá”. Y volvió a inquirir D.
Jacob “¿Y dónde está mi reina?”. Al instante
apareció la madre dirigiéndose a su marido, andando con cierta dificultad
y balanceando su obeso cuerpo para llevar mejor sus pesados
kilos, y con una amplia sonrisa y con los brazos extendidos en señal de bienvenida,
que hasta ellos parecían sonreír, le respondía cariñosamente y con igual eufónica voz: “Aquí,
estoy mi rey, aquí estoy”.
Abrazados
ambos hasta donde sus brazos alcanzaban a rodear sus respectivos voluminosos cuerpos,
platicaron de esta guisa y con la musicalidad propia de la jaketía:
J.-
Se te aparezca lo bueno, mi reina.
R.-
Tu boca en los cielos, mi rey.
J.-
Que el Dio nos dé el bien y onde ponerlo también.
R.-Con
bien estés mi güeno
I.-
Ansina kedes tú…
La
casa de Don Jacob era una especie de mansión, en la que parte de la misma
parecía una reproducción exacta de una noble morada del medievo. Y los vocablos y expresiones reales, cual
si pretendieran revivir esa época,
como una
constante en sus vidas, aparecían reiteradamente
por doquier. Podría decir, sin faltar a la verdad, que dichos términos -para ellos- estaban a la orden del día y formaban parte de su
vocabulario habitual. Si hasta la asistenta
- una guapa jovencita rifeña- se llamaba Malika, que en árabe significa
reina.
Julio Liberto Corrales
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